lunes, 24 de diciembre de 2012

SUEÑOS


De niño, jugaba dentro de una cerca, entre poste y poste de madera, hechos de troncos limpios y gastados del uso, pillados por una alambrada. Allí me soltaban, mientras mis progenitores se marchaban a trabajar al campo… me dejaban con algún conejo, para que jugara; otras, alguna paloma, cuando el suelo estaba húmedo podía sacar algún gusano o lombriz del suelo, también un montón de piedras que rondaban por todas partes, y mucha hierba seca, paja. Eso era en verano, cerca de algún árbol “encina” para que me diera sombra, y un cubo de agua para que bebiese. En invierno esto lo repetían en algún cobertizo, pero al final terminaba tan entumecido y mojado que era como si estuviera fuera, bajo las nubes…
Allí aprendí a sentirme libre, con muy poco. Las piedras, las lanzaba tan altas que casi tocaba con ellas el sol, daba saltos tan altos que atrapaba las nubes y las colocaba como colchón, cuando tenía suerte con el lugar ocupado, podía tener girasoles y comía pipas que tostaba al sol sobre las piedras… otras podía jugar con trozos de alambre que quedaban sueltos y, a base de doblarlos, podía obtener trozos lo suficientemente largos como para fabricarme algún carro, avión, o caballo. Me especialicé en conejos, aves y vacas; ―los caballos solo los tenía en el pensamiento, como un ideal… no quería uno de alambre ― prefería uno de verdad para poder montarlo y salir de aquella alambrada de un salto… otras imaginaba un conejo lo suficientemente grande como para salir de allí sobre él.
Las horas ―sin saber aun que eran realmente―, pasaban tan despacio que parecían días… semanas, meses… lo divertido era cuando tenía nubes para tumbarme sobre ellas, en vez del suelo, un sol, incluso algunas veces estrellas y una vez logré alcanzar una enorme luna… esas ocasiones eran cuando se olvidaban de venir a recogerme y pasaba las noches frescas de verano tumbado en la paja, mirando las estrellas hasta el alba, y en esos momentos se mostraba ante mí una gran fiesta de luces que parpadeaban sobre mi cabeza, alrededor de la maravillosa luna. Entre las estrellas corrían hermosos caballos, conejos, incluso toros salvajes con cuerpos de hombres y mujeres que bajaban a rescatarme y llevarme con ellos… eran las noches más maravillosas de mi infancia… jugábamos junto a la luna, en círculos y agarrados de las manos… otras galopaba sobre un fantástico caballo blanco que me hacia saltar entre las estrellas hasta alcanzar los sueños más elevados.
Pero al final, fue la propia naturaleza quien me otorgó el don de mutarme un par de alas a mis espaldas esas alas crecieron en mis pensamientos al mismo tiempo.
Crecieron y crecieron… y terminaron por multiplicarse allá donde mirase, allá donde pusiese la mirada, crecían como setas, como flores en primavera y quedaban dispuestas para ser usadas por quien tuviese el don de podérselas poner sin tocarlas.
Eso no es fácil, para nada es fácil, hay que hacerlo con mucho amor, disciplina, constancia… una vez que lo
consigues las alas vuelan solas hacia ti… se colocan sobre tus hombros y te elevan al cielo con toda su
majestuosidad, son ligeras y te hacen ser ligero, caminas por el aire como una pluma… como el mismísimo aire… como una burbuja de jabón.
Apenas salgo flotando, me relajo y no vuelvo a mirar al suelo hasta que no estoy lo bastante alto como para ver la tierra como una gran pelota de fútbol o tengo junto a mí una estrella, o estoy próximo a la luna, es entonces cuando percibo el intenso azul del mar, y los ocres más maravillosos, con grises de nubes sobre horizontes infinitos y no tan lejanos, ni tan próximos.
Tras el vuelo, regreso a la cerca para ser rescatado por mis progenitores que regresan después de mucho tiempo, tanto que ya no me reconocen… me buscan, buscando quizás al niño sin alas que dejaron tras la alambrada.

Juan Manuel Álvarez Romero
Publicado en la revista LetrasTRL 53

No hay comentarios:

Publicar un comentario