domingo, 2 de diciembre de 2012
PRUEBA PSICOTÉCNICA
A continuación escriba un texto mínimo de una página, máximo de dos, en el que describa sus manos o alguna otra parte de su cuerpo.
Tengo las manos flacas y los dedos largos. Las venas brotadas marcan su recorrido exacto y se pierden en el trámite del antebrazo. Así son las manos de mi mamá, con excepción de la largura convencional de sus dedos. En la universidad alguien me dijo que pude haber sido pianista. Nadie me lo dijo, ni se lo dijo a mis padres cuando era niño y había tiempo. Recuerdo sí que mi profe de educación física dijo que podía jugar básquet porque el balón me cabía sin problemas en una mano. Probó mis habilidades en las distintas posiciones del equipo del salón pero no serví para los deportes. Tampoco para la música. Lo que quiere decir que las manos que me heredó mi mamá no me sirvieron para nada. Los dedos largos me vienen por el lado de la familia paterna. Una bisabuela, que apenas recuerdo en vida pero cuyo funeral me pareció triste y dulce a la vez porque nadie sufría en verdad la muerte tranquila de esa anciana decrépita, era famosa entre su prole por los dedos extensos y flacos como látigos que quedaban marcados en las mejillas de sus hijos cuando los castigaba por alguna travesura, o simplemente porque al mínimo descuido del comportamiento de ellos descargaba su frustración por la pobreza y por la dificultad de estar sola y cansada. Es poco probable que esos dedos, míos ahora, puedan usarse para castigar a alguien en mi contexto. Igual voy con ellos a cualquier lado, y a veces los miro y pienso en esa difusa bisabuela, y en seguida en mi papá, que fue un vehículo entre ella y yo, pues a decir verdad, las manos de él no tienen mucho ver con las mías. A no ser el color oscuro de mi piel, sin embargo demasiado clara en relación a la negrura de mi papá, de su papá o de mi bisabuela. En casa no me enseñaron a usar mis manos. Con las manos tomo los libros y los sostengo y paso las páginas. También cocino. Pero aprendí a leer lo que hoy me gusta leer fuera de la casa, y a cocinar cuando, ya grande, necesité hacerlo. En alguna medida me mostraron cómo limpiar mi casa, aunque prefiero las otras cosas que puedo hacer con mis manos. Con mis manos flacas y de dedos largos tecleo en el computador o agarro el lapicero con el que escribo sobre unas hojas amarillas. Escribí cosas incluso antes de que me gustara leer. No tiene sentido, pero fue así. Varias veces me han contado que mi abuelo materno
escribía. No había leído mucho en su vida, pero escribía, me dicen. No solo les componía a sus hijos poemas rimados para cumplir con alguna tarea, sino que tenía un cuaderno marca El Cid de cien hojas, tapas que querían imitar la textura de la madera, en el que escribió a lo largo de su vida adulta. Mi abuela cuenta, por ejemplo, que cuando vivían en la finca de Lizama, mi abuelo iba y se recostaba a la sombra de un guayabo y escribía hasta que se le acababa la calilla. El cuaderno, la vitrola y el sombrero de mi abuelo, objetos todos de los que se habla en la familia con un tono mítico que quiere suplir nuestra ausencia de cualquier tipo de abolengo, se perdieron en los múltiples trasteos. Mi tío, el que tiene un almacén de zapatos, también guarda celosamente un cuaderno donde anota sus pensamientos, según me dijo textualmente alguna vez, borrachos los dos al final de una fiesta familiar. La mamá de mi papá, a su vez, encuentra un placer profundo en recordar cosas, no solo grandes y antiguas historias de su pueblo, sino pequeños detalles como la cara anodina de un vecino de su infancia, o la ropa que usaba su madre o los pasos que deben seguirse en la preparación de los dulces que hizo durante su vida pero hace años que ya no puede. Tiene las manos afligidas por un dolor permanente. El doctor le ha dicho que sus tendones se han desajustado. Yo pienso que si tuviera los dedos largos y flacos de pronto le hubieran durado menos tiempo activas las manos. Y así se lo he dicho, haciéndole ver cómo mi papá también tiene sus manos y yo no tengo las de ninguno de los dos, sino los dedos largos de la bisabuela y las venas brotadas de mi mamá y, por lo tanto, no las sé usar ni la mitad de lo que ella con sus años y dolencias es capaz. Se lo digo para subirle el ánimo. Parece que funciona. A veces he intentado decirle que su placer por contar recuerdos y volver insistentemente sobre ellos es algo que admiro y que, sin que ninguno de los dos se haya dado cuenta, me ha enseñado el gusto por esa práctica. El papá de mi mamá murió hace mucho tiempo, así que no puedo confesarle que seguramente heredé de él el gusto por llenar renglones y cuadernos y contar cosas: mis pensamientos o los recuerdos que tengo o que me invento. No conocí a este abuelo pero tengo una relación muy rara con él porque he soñado con su cara amable desde que tengo memoria y ni siquiera estoy seguro de que exista en ningún lado una foto suya.
Él, además, era rezandero y sabía muchas cosas del mundo que no vemos, y no quiso transmitírselas a nadie, según testimonio de mi abuela y de mis tíos mayores. Me da miedo pensar que esas cosas también pueden heredarse y por eso trato de no pensar en ello. También me da pena porque ya no se usan este tipo de creencias. Ahora que lo pienso, no tengo idea de cómo eran las manos de mi abuelo muerto. No creo que venga al caso, de hecho, no sé si todo lo dicho era lo que se me pedía en el ejercicio. Supongo que no y que debí haber sido menos personal en la información y todavía menos latoso en la escritura. Ni hablar del límite de páginas solicitado. Les pido atentas disculpas. Lo que ocurre es que estoy tratando de terminar un libro de cuentos que es una reflexión sobre la historia de mi familia y de estos años en que siento que cada vez tengo menos que ver con ellos, como si descubriera de golpe que a lo largo de los años hubiera ido en la dirección contraria. Pero me he desviado de nuevo.
Lo que trato de decir es que tengo un montón de hilos en la cabeza que se asoman de golpe y se enredan con la realidad cotidiana en la que me muevo. En cualquier caso, imagino que estos excesos, además de los resultados que arroje el examen psicológico de lo que escribí, me dejan pocas opciones para este trabajo. Si bien es cierto que un nuevo rechazo significaría más tiempo para concluir mi libro, también necesito dinero para pagar las deudas, por hablar de lo menos. Soy sincero en esta instancia porque habida cuenta de lo hecho hasta el momento durante e proceso de selección, es el único recurso que me queda. Un último pedido: de no ser contratado les ruego el favor me devuelvan estas dos páginas que llene por lado y lado, pues podría usarlas en mi libro y me cuesta mucho reescribir de memoria. Podría venir a buscarlas yo mismo o, quien sea que lea y descarte mi opción para la vacante, podría enviármelo a la dirección que aparece en la hoja de vida. No es la de mi casa, como podrán comprobar si llaman, pero ahí vive mi mamá y ella sabrá cómo encontrarme. Quedaría infinitamente agradecido, aunque no más que de ser empleado. Tengo aún una leve esperanza al respecto.
.OSCAR DANIEL CAMPO -Barrancabermeja, Santander-
Publicado en la revista Los 27 del 85.
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