I
Seguramente en los años cincuenta, Salta ya era “La Linda”, con sus cerros pintorescos tan vestidos de verde, rodeando la ciudad; sus caminos de cornisa donde uno suele humedecerse de nubes, ver los valles ondulados con aquellas vaquitas diminutas como pintadas, pastando; y saliendo de una curva angustiosa los reflejos de un prístino lago, con un dique de juguete.
Entonces ya, como siempre ha sido, el tierno corazón de una colegiala ensaya atropelladamente los primeros escarceos, de un galope estremecedor en un inmaculado pecho infantil, prendado de un primer amor. Amor que nace con la ilusión de ser amada, un amor que nace como un juego que casi no se puede ocultar, y al compartirlo parece que se agranda, que ocupa todo el mundo.
Eso le pasó a la pequeña Paola, aunque podría ser, o quizás era, a cualquiera de las demás de esa escuela, y de todas las escuelas del mundo; pero sucede que por esto que relato, aquello tan común e inevitable, pasó a trascender en el tiempo de este modo.
Podríamos decir que son cosas de chicos, que es un juego inocente que más o menos nos tocó a todos; pero para las monjas que regían el colegio de varones y niñas anexo a la basílica franciscana de la capital salteña, esas cosas eran censurables e impropias de niñas o niños de bien. Sería una travesura coquetear o presumir, y era posible que el objeto del deseo nunca llegara a enterarse, que no pasara de una sospecha pero aún así, no dejaba de henchir el pecho del elegido. Pero la aventura debía mantenerse sin que las celadoras lo advirtieran. Un caída de ojos, una mirada, una sonrisa; que a esa edad los varones, más lentos en estos lances, no terminaban de interpretar; por eso ellas en sus cabildeos, entre risas y secretitos se decían que los pobres eran unos “babiecas”.
Roberto, de quinto grado, no se daba por enterado, y Paola de cuarto, recurría a su grupito de íntimas para pergeñar nuevas estrategias, ya que al estar ellas en cuarto, sólo compartían el recreo, y siempre rigurosamente sobrevoladas por las miradas vigilantes; por lo que todo debía hacerse con el mayor disimulo.
Así que un día, en el aula, durante una aburridísima clase de historia, mientras el almirante Brown disparaba sus cañones en el Río de la Plata; Paola escribió una pequeña esquela de amor, arrebolada y temblorosa, muy lejos ella de la encendida batalla de nuestro máximo héroe naval, soñando más bien, en la hazaña que planeaban ellas: que una del grupito le alcanzara de sorpresa al desprevenido Roberto, aquellos dos renglones en los que confiaba que la advirtiera, que al fin él se avivara de una buena vez… y desde lejos, ver anhelante qué iría a hacer aquel encumbrado príncipe; seguramente la buscaría con la mirada hasta encontrarla, descubrirla, fijarse en ella, y seguramente, sonreírle amorosamente…
II
De esto y de lo que sigue lo conocimos mi mujer y ya por boca del antiguo sacristán de la esplendorosa basílica de San Francisco en la zona histórica de la ciudad, en una pletórica visita turística. Este hombre, no supimos nunca nosotros por qué estaba tan dispuesto aquella mañana, mientras nos guiaba por el suntuoso templo, uno de los verdaderos altares de nuestra historia; en la que se entrelaza con la campaña del general Belgrano, donde tras aquella gloriosa batalla, funden las campanas con el bronce de sus cañones, dejándole con fervor a Salta un legado y testimonia de su gran victoria. Campanas que suenan en el alto y pintoresco campanil, que tanto luce al frente en el conjunto barroco colonial del emblemático templo franciscano, de marcados tonos que remarcan sus elegantes líneas, volutas y ornamentos, propios de principios del siglo diecinueve.
En la sacristía, en el centro de una enorme sala, hay una mesa de grandes dimensiones, e inamovible, como enclavada; ya que luce un pesadísimo y grueso mármol que admitiría fácilmente veinte personas sentadas a su alrededor, traída de Europa durante la colonia y de Panamá bajada por el Alto Perú a lomo de mulas, y asentada en seis gruesas patas redondas, también de mármol…
Y este escenario, y por esta preciosa mesa, se desató el relato de la historia de la
notita de amor que Roberto nunca llegó a leer. O casi…
_Ah..¡Sí! Ustedes no saben que pasó con aquel papelito que tenía grabados dos renglones de ansiosas palabras de amor inmaculado y juvenil…_
_¿En dónde habíamos quedado?..._
III
Roberto permanecía un poco retraído, casi apartado, ya que se sentía grandecito, como que ya ciertos juegos no le atraían tanto, y quizás un poco distinto a los demás. En eso una de las compañeritas de Paola se le acerca rozándolo y tratando de poner en su mano el mensaje. Como él no estaba atento, ella tuvo que insistir, haciéndolo más evidente… y ¡Zácate!... Cuando Dios no quiere… Una de las monjas estaba a pocos pasos y de reojo vio algo, y como si hubiera visto al mismísimo diablo, saltó como un resorte, gesticulando a voz en cuello, tratando de obtener aquel objeto que ya era al menos obsceno. Otras monjas corrieron en su auxilio, gritando también aunque no sabían qué ocurría… Pero Roberto, ya con el papelito se largó a correr, escurridizo como un mono por aquel patio de juegos, se metió en la sacristía y en dos segundos estaba escondido bajo la mesa. Sentía afuera el barullo del revuelo, donde todos se agitaban sin saber qué pasaba.
Vio que entre la pata y la mesada de grueso mármol había un intersticio, y apurado metió la notita tan doblada como se la dieron, y la introdujo hasta que desapareció allí escondido, el cuerpo del delito. Luego salió a enfrentar a la Santa Inquisición. Hubo amonestaciones, suspensiones y notas a los padres; las más severas a las niñas partícipes del delito. Salvo muy pocos aquel día, los demás imaginaron cosas, o las mal interpretaron; los colegiales llevaron el tema a sus casas y la cosa de pequeña pasó a crecer y a deformarse; las madres estaban horrorizadas, y la ciudad misma terminó escandalizándose de las vejaciones y quizás violaciones que impidieron las santas monjas del prestigioso colegio. La moral misma de algunas familias se mancillaba en voz baja en las tertulias y en las casas.
Tras aquel bochorno, Paola fue llevada por una tía a Córdoba, donde continuó sus estudios, fue desvinculándose de su ciudad natal, y casi no se supo más de ella.
Roberto pasado el revuelo volvió furtivamente bajo su mesa a buscar la nota, pero no pudo sacarla, por más que tratara. Otro día volvió con un estilete y otros enseres para recuperar la notita, pero al insistir sólo consiguió empujarla más profundamente en la ranura; y alzar la mesa, imposible, ni él ni diez como él… Más adelante también la vida lo llevó a él a vivir muy lejos de su Salta natal…
Pasaron décadas, al menos cinco; y Roberto pudo volver ya hecho un hombre grande y lleno de recuerdos. Nunca olvidó aquella esquela, y pensaba en que mientras envejecía con distintos logros, aquel papelito, quizá amarillento, estaría allí como esperándolo.
Tras los permisos de rigor, y con la ayuda suficiente pudo mover el pesado mármol, alzándolo tan sólo un par de centímetros…, y él mismo con sus propios dedos obtuvo tras tanto tiempo, el pequeño trozo de papel, y leer por fin aquellas palabras de amor que tan ilusionada y temblorosa había escrito Paola, aquel lejano día, más de cincuenta años atrás…
Quienes estaban con él en la espaciosa sacristía, asistieron a la emocionada estampa de un rostro compungido, enmarcado por blancos cabellos, de blandas mejillas, donde bajaron por un instante, dos gruesas y temblorosas lágrimas, y un hondo e imperceptible suspiro, fue el preludio de un largo y profundo silencio…
Yo me había transportado siguiendo el relato del afable sacristán, tan ensimismado, que también sentí mis ojos humedecidos y en el pecho el corazón como que se me derretía lentamente…
_¡Oh Dios!..._ exclamó, mirando alarmado su reloj, y llevándose una mano a la frente, como asustado…_¡Las doce y quince!..., ¡Y yo no toqué las campanas de las doce!..._ y agregó: _¡Sólo me había pasado una vez en treinta años!!!_
Y se fue presuroso a su repique de campanadas de aquel medio día, en que se retrasaron quince minutos… ¡Por una pequeña notita escrita por una jovencita enamorada, hace más de cincuentas años!
Celso H. Agretti
Publicado en la revista Inventiva Social
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