La cabeza del hombre que había amado daba vueltas y más vueltas dentro de la lavadora. Su rostro resultaba irreconocible, en parte por los golpes que recibía a impulsos de los vaivenes del motor, pero, sobre todo, a causa de la sangre y el jabón que habían comenzado a hacer espuma. Por ello, de tanto en tanto, sólo se mostraba similar a la cabeza de Minerva, como una especie de medusa con el cabello negro del marido en remolino, dándose de bruces contra el cristal redondo, a medias, aunque sólo una de cada mil veces, ofreciendo parte del rostro en medio de la irreverente espuma.
Y no era eso lo que ella pretendía.
La rutina se había vuelto a imponer: sin darse cuenta, simplemente por inercia, había echado el jabón y el suavizante como cuando hacía la colada d (e costumbre. Por eso, la mezcla en la que la cabeza daba tumbos, no la dejaba ver lo que había ansiado y cada vuelta se lo hacía más difícil, mientras iba pasando del blanco al rosa y del rosa al rojo. Ella había pensado que, al meterla allí, la vería girar ante sus ojos, por fin doblegada e impotente, por entero a su merced. Allí, supuso que aparecería, vuelta tras vuelta, mirándola a través de ese ojo de buey que le recordaba el crucero de la luna de miel, una mirada distinta de aquella de incomprensión y pánico que puso al darse vuelta y ver bajar la katana sobre su cabeza; una mirada, ay, de respeto y de positiva admiración. Pero la cosa no marchaba. Entonces se le ocurrió aclarar y centrifugar un par de veces antes de poner la máquina nuevamente en el programa de lavado largo... ¡Bien, eso comenzaba a mejorar ahora: poco a poco, el rostro se iba relajando y la mirada que tanto había buscado en esos años tenía cada vez más de asombro y sumisión! Bien, eso ya era aceptable. Tampoco es cuestión de pedir tanto...
Carlos Suchowolski
Publicado en el blog unabotellallenadeluciernagas
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