sábado, 29 de diciembre de 2012

FELIPE TRIGO


(Fragmento del artículo de 1916)

     He leído ya unos cuantos trabajos acerca de Felipe Trigo, cuya súbita muerte es suceso bien conocido aquí. Y estos trabajos son unos en pro y otros en contra, pero de todos ellos se desprende que nosotros los puertorriqueños nos hemos preocupado más de la personalidad del gran novelista fenecido que los mismos peninsulares. Allá, en España, los diarios y revistas andan ahora repletos del vulgar asesinato de un tal Ferrero por un tal Nilo, y hasta la fecha sólo dos o tres escritores se han dignado decirnos alguna cosa del compañero muerto.
     Es la historia de siempre: muere un pelele cualquiera que ha alborotado mucho en el campo de la política con el molesto e incesante ruido de su lengua y alitas de papagayo, y se está hablando del pelele un año seguido. Pero muere un pensador, un héroe de la inteligencia, y es, a los pocos días, como si hubiera reventado una chinche. ¡Pobre raza la nuestra que sólo a los talentos de adaptación y de relumbrón de las medianías rinde homenaje, y que pasa de largo, indiferente cuando no desdeñosa, ante el hombre superior de veras en cuyos sesos se aposenta, demoledor y creador, el rayo de la idea! ¡Pobre raza la nuestra, de cuartel y convento, en cuyo seno la primera cosa que habría que hacer con un niño en quien se sospechara el talento (por padres sensatos y previsores) sería pegarle un tiro, o enseñarle a vivir entre mendrugos  y harapos y piojos, para prepararlo a abrazar para siempre la carrera de mendigo!
     Pero, volvamos a Trigo, y aunque no hagamos otra cosa que repetir lo que han dicho otros, démonos el gustazo de nombrarle otra vez, de saludarle otra vez con amor y reverencia, de restregarles otra vez el hocico, con su gran recuerdo, a Doña Juana, y a Don Pancho y a Juanita y a Panchito, que en España y en América se despepitan por hacer ascos --ellos, los del vientre redondo y brillante y la mente podrida-- de la obra grande, sana, fecunda y luminosa del simpático Trigo.
     ¡Pero miren que venirle ahora poniendo a la obra de tal hombre, como hace Diez Canedo entre otros, peros de estilo, reparitos de sintaxis, como si hombres que traen a su raza el mensaje que le trajo Trigo tuvieran tiempo y cachaza bastante para pararse en el camino a conjugar y aguzarse el oído para pescar las asonancias! ¡Oh turba interminable de los majaderos! ¡Unos, los más sensatos, haciendo ascos de sacristán de pueblo a lo que dijo el hombre, precisamente porque era muy real, muy humano, y por lo tanto, muy divino lo que dijo; y otros, los mentecatos, los perros ratoneros de la pluma, haciendo asquitos también, no por lo que dijo --que eso no les importa a ellos nunca--sino por si lo dijo debajo de la Gramática o encima de ella y pateándola, pateándola ruidosamente como la patean siempre los que van de prisa porque van ardiendo de una sed divina de renovar, de destruir, de crear!
     Felipe Trigo, pornográfico... ¿Pero pornográfico por qué, señor mojigatito de los pies lavados y el cabello apestoso? Pornográfico porque --oigo que me contesta el mojigato-- se entretuvo mucho ese señor Trigo en escenas de alcoba. Bien, señor mío; pues hágame ahora el favor de ponerse serio, si es que un memo es capaz alguna vez de seriedad, y dígame: Si es pornográfico Felipe Trigo por pintar escenas de alcoba, ¿qué deja usted para los que viven esas mismas escenas? ¿No es mucho más pornográfico usted por vivirlas, y su señora madre de usted por haberlas vivido como condición inevitable para ponerlo a usted a rumiar tonterías en el mundo? ¿No comprende usted --so cochino-- que si usted, en vez de un redomado hipócrita como es, fuera un hombre sincero, y sinceramente tuviera ascos de Trigo por pintor, tendría que vomitarse ante toda mujer que ha sido madre, como lo fue la suya, porque toda madre ha sido hacedora de amor, y el hacer una cosa, si es mala, tiene que ser muchísimo peor que la acción de pintarla?
     Pero no discutamos más, porque es perder el tiempo el discutir con momias, y digamos ya, con toda brevedad por qué queremos y admiramos y lloramos a Trigo. Le lloramos y admiramos y queremos, porque en el seno de una sociedad como la nuestra, mojigata en cuestiones de amor como ninguna otra, fue el primero que tuvo la genial intrepidez de salir gritando un nuevo credo, un nuevo evangelio social. Antes, la cuestión sexual era una simple comidilla de tertulias, un mero tema de necios chistecitos colorados de fraile  haragán; pero llegó él, Felipe Trigo, y le quitó la cuestión de la insolente, incomprensiva boca del fraile, y la alzó al nivel alto que debía ocupar, y la ennobleció, la dignificó, la llenó de majestad y de belleza. Y si de algo pecó el pobre Trigo, fue precisamente de lo contrario de lo que dicen sus detractores. Pecó de excesivamente idealista, de excesivamente lírico del amor. Las gentes no se aman tan por lo fino como él pretende. Pero el tomar en serio la cuestión sexual, abordarla como lo que es, como uno de los más abrumadores y trascendentales problemas humanos, ¿es tan poca cosa? Un hombre que tiene suficiente visión para alcanzar eso, ¿no ha hecho ya él solo, por su raza, más que todos los señoritos blandengues que coquetean con el estilo, limando y ensartando discreteos de palabras bonitas y huecas?
     Y luego, no es sólo la cuestión sexual la que abordó el hombre con peligro de que se lo comieran vivo los beatos. Hizo más; hizo campaña generosa y brava por la mujer, le mostró al hombre, en cuadros de una fuerza de realidad abrumadora, lo bruto que es, lo brutísimo que es, amarrando a su mujer de una pata de la mesa y acabando él por quedar amarrado a su vez, de por vida --so pena de deshonra o excomunión social-- por las cintas de las enaguas de su mujer. Y un hombre que trata cuestiones tan hondas, y las trata magistralmente, sin pesadez de sermonero, haciéndolas destacarse de la vida misma, con relieve exquisito  de artístico bordado ¿merece que desdeñosamente se hable de él como de un mero rebuscador de alicientes pornográficos? Pero aún hizo más Trigo. Hizo en Jarrapellejos, en Sor Demonio, en El Médico Rural, en Del Frío al Fuego, y en casi todas sus novelas, una colección de escenas y tipos de la vida española, de una potencia tan formidable de realidad y de espiritualidad a un tiempo mismo, que nadie en España, fuera de Galdós en Torquemada y en alguna otra de sus producciones selectas, ha podido igualar.
     Creo que Las Evas del Paraíso es una de sus mejores novelas. El ambiente, los tipos, la manera como estos tipos actúan, la cosa formidable que de un modo tan sencillo y natural tiene lugar entre ellos, todo en esa obra es fuerte y bello y sano y grande, como una de esas colosales concepciones ibsenianas que ahora, porque ya están consagradas, todo el mundo --inteligentes y mentecatos a un tiempo-- respeta y alaba.
     ¡Pero estos rutinarios del demonio, qué incomprensibles son! Don Juan Valera, por ejemplo, figura en todas las bibliotecas, y no hay niña cursi ni mojigato idiota que no le ponga por los cuernos de la luna. Y, sin embargo, ese sí que es un verdadero rebuscador de acicates a la baja sensualidad, a la que nace, precisamente, de no ver en la mujer otra cosa que un dócil y barato instrumento de placer. Pero ¡claro! el puerquísimo Don Juan Valera trata la cuestión --la tremenda cuestión sexual-- en broma, salpimienta sus episodios de alcoba con salsitas de estilo, hace aquí una cita pedantesca de un autor latino y más allá de un griego para medio encubrir una indecencia y ¡oh milagro! todos se quedaban bobos y babeándose de gusto y de admiración. Y mientras Trigo, el serio, el lírico, el psicólogo, el paladín de una nueva fórmula de vida, es rechazdo con horror, él, Don Juan Valera, el puerco, el condimentador de salsitas picantes y de chistes plebeyos de burdel, es casi canonizado por la mediocridad española y americana, y sus libros se guardan como reliquias...
     ¡Dios mío! Dame valor, como le diste a Trigo, para volarme de un tiro los sesos, o hazme vientre no más, patas no más, incomprensión no más, para mezclarme al rebaño para siempre y gustar diariamente la enorme sensación de igualdad y de seguridad que viene de no hacer ni decir ni pensar cosa alguna que no sea una vulgaridad, rellena de brutalidad, y hedionda a respetabilidad. Amén.

Publicado en el blog nemesiorcanales

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