Hace muchos años atrás, Marcela, que vivía con su esposo y sus cinco hijas pequeñas, esperaba su sexto hijo, un varón.
Ya le quedaban pocos días para que naciera el niño y entonces fue internada en el hospital San Roque.
Una noche, como a las 21 horas, cuando se encontraba sola en el pabellón de las futuras mamás, empezó a tener una migraña terrible, le dolía tanto la cabeza que llamó a una enfermera para que le diera algún calmante, pero la enfermera le dijo que por su estado no podía tomar ningún medicamento, que tratara de dormir y así se le pasaría. Luego se fue y le apagó la luz para que pudiera descansar.
Habían pasado muchas horas, era como la madrugada y su dolor de cabeza seguía, cuando vio entrar a su habitación a un doctor alto, con delantal blanco, que prendió la luz, se paró en frente de la cama de Marcela y le preguntó:-¿Qué te pasa gordita? Y ella le respondió: -¡Ay, doctor!
Tengo un dolor terrible de cabeza y no puedo tomar ningún remedio, él le dijo:
-¿A ver? pasáme tu pie, el médico destendió la cama, tomó su pie y lo empezó a masajear, después de unos minutos, tomó el otro y también lo masajeó, luego de un rato le preguntó a Marcela:-¿Y ahora cómo te sentís? Y ella le respondió:- bien doctor, ya se me pasó el dolor de cabeza, gracias Y él le dijo:-Bueno, ya no te va a doler más, ahora descansá. Se fue y apagó la luz.
Al día siguiente, cuando la enfermera fue a revisarla, le preguntó a Marcela:-¿Cómo estás de tu dolor de cabeza? Ella le dijo:- Bien, anoche vino el doctor, me preguntó qué tenía, me masajeó los pies y así se me pasó. Ella, aterrorizada, le respondió que no era posible, porque a esa hora sólo se encontraban ella y otra enfermera de guardia, ninguna otra persona más.
Recopilador del relato:
Cintia Florencia Juárez
Publicado en la revista Pregón
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