En el amanecer del silencio, las palabras no llegaban siquiera a pronunciarse, se detenían en un murmullo ininteligible de rezo monótono y cansino. La ciudad se desperezaba y el cielo, completamente azul y quieto, daba paso a un sol que devoraba las horas con determinación. Las calles se agitaban por momentos y todos parecían conocer el destino de sus pasos y sus prisas. En medio de aquella algarabía, un hombre, inmóvil como una estatua, disfrazado de payaso, que regalaba figuras con globos a cambio de la voluntad, supo de su momento final cuando, de repente, un fuerte dolor le cruzó sin calma por todo el pecho. Quedó fulminado, con su sonrisa blanca pintada en el rostro. Las calles siguieron llenándose de pasos y el sol se perdió hasta no dejar ni rastro por el horizonte. De madrugada fue cuando se dieron cuenta de su muerte. Tenía el plato lleno de monedas y la enorme sonrisa blanca pintada sobre su cara.
Isidoro Irroca
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