lunes, 4 de abril de 2016

CRÓNICA DE UN (OTRO) EXILIO, V


Pasando por encima del jueves, que fue un día que en sí no ofreció mayores novedades, el viernes se me presentó como una jornada un tanto especial, por se la última de mi destierro. Me embargó entonces la nostalgia, como en tantas ocasiones. Es por ello que me cuesta tanto viajar, porque tiendo a encariñarme con los lugares que visito, y despedirme de ellos luego me provoca gran dolor. De pequeño ya pensaba de esta forma, y por ello me disgustaba salir del pueblo, porque no sabía disfrutar de los lugares sin desarrollar apegos. Este día, además, vino acompañado nuevamente por un cielo oscuro, nublado, que alimentaba mi melancolía.

Caminé por la arena de la playa por última vez -al menos en este año, con la duda de si al año siguiente volvería a elegir este sitio como destino de mi exilio-. Me iría, de nuevo, sin haberme atrevido siquiera a descalzarme y a bañar mis pies en esas frías aguas de la orilla, pisando la arena húmeda, siempre falto de arrojo y de decisión. En su lugar, volví a andar a una prudencial distancia, exagerada más bien, a unos dos metros del mar, en previsión de alguna ola que llevara más fuerza, y siempre calzado con las deportivas y los calcetines a lo largo de aquella playa vacía y solitaria, casi tan vacía y solitaria como el aeropuerto de la ciudad. De vez en cuando sacaba el móvil de la mochila y, agarrándolo con ternura maternal, tomaba unas cuantas fotos. Traté de inmortalizar -de nuevo- a un grupo de palomas que se posaron en la orilla, o bien en un pequeño laguito que se había formado; pero la cámara del móvil no es tan buena como una cámara profesional, y yo, además, soy tan inepto que no sé poner el zoom, y a poco que me acercara emprendían el vuelo.

Frustrado por mi fracaso, continuaba mi paseo, a veces acercándome a la orilla, si veía conchas, para recoger aquéllas que más me gustaran, como un bonito recuerdo. Era otra costumbre que me había quedado de mis caminatas de niño con mi padre, cuando nos pasábamos horas y horas en largos paseos de punta a punta, mientras examinábamos todo ese cementerio marino. Yo ahora lo oteaba con una mezcla de pena y de envidia, consciente de que lo que tenía frente a mí era el espejo de la muerte, de esa misma muerte que tantas veces había deseado para mí mismo, supremo y eterno descanso. Observaba las conchas casi como un ritual sagrado; me agachaba y escogía unas cuantas. Divisé algo gelatinoso un poco más lejos, e intuí que la desgraciada víctima sería una medusa. Al acercarme un poco más salí de mi error, pues se trataba de un preservativo usado; acaso también símbolo de vida y de muerte, pero también de pasión.

Caminé hasta las mismas rocas de los dos días anteriores, de nuevo dispuesto a cobijarme entre ellas y recibir su inspiración, siempre alerta mientras escribía, y gravando mi tercer y último vídeo. El firmamento se mostraba entonces confuso, acaso con la misma mezcla de emociones que entonces me sacudían. También los elementos habían decidido hacer una tregua, y quizá por ello había cesado la encarnizada guerra entre el orgulloso astro rey y las tinieblas, y la imagen que me ofrecía el cielo era de oscuras nubes con claros de luz.

Como buen animal territorial, me despedí de las rocas dejando mi olor en el mismo lugar que los días anteriores. Pero en conjunto creo que fue una mañana rara; me sentía muy agotado. Tal vez aquella mañana no había desayunado suficiente. Regresé a ritmo ligero, como es mi costumbre, pero me encontraba fatigado y hambriento. Cuando llegué al supermercado, por si fuera poco, me sentía mareado, y me costó tanto encontrar lo que buscaba, que estuve a punto de perder los nervios.

La tarde habría de compensar con creces la aciaga mañana. Pero, como ya digo, estaba tan descompuesto, por motivos que ni siquiera ahora alcanzo a dilucidar, que necesité reposar durante el resto del día, e incluso renuncié a un último y tétrico viaje hasta el polígono industrial.

JAVIER GARCÍA SÁNCHEZ

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