Jadeo, cubierto por una espesa capa de sudor que ni siquiera yo puedo ver. Echo el pestillo a mis espaldas y me arrojo exhausto sobre la cama. Mi corazón late con una violencia extrema, mis pulmones devoran urgentemente menos oxígeno del que me exigen, y mi cabeza parece un hervidero de avispas azotado por un tifón. Cierro los ojos, pero no sirve de nada. Pocas cosas hay más inútiles que unos párpados invisibles...
Por más que lo intento, no consigo apartar de mi mente la imagen que presentaba el señor G. la primera vez en que le vi... por decirlo de algún modo.
Apareció en la posada una fría mañana a principios de diciembre, envuelto en vendas como una momia y enfundado en un largo abrigo de cuero negro. Todo en él irradiaba un aura inquietante, amenazadora, sobre todo por esas lentes tintadas que recubrían su mirada.
No tardó en despertar innumerables sospechas a su paso, y yo no fui ni el primer ni el último interesado en descubrir su secreto. En cuanto llegó a mis oídos la noticia de que el señor G. había sido apaleado hasta la muerte por una turba encolerizada de aldeanos, me dirigí apresuradamente hasta su cuarto. Tras reventar la cerradura gracias a una ganzúa improvisada, me adentré en sus dominios con los nervios a flor de piel.
Aquello era un laboratorio en miniatura.
Infinidad de folios, manuales de química, fórmulas escritas en una pizarra, matraces y tubos de ensayo rebosantes de líquidos multicolor... eso y mucho más podían encontrarse allí. Leí como pude un bloc de notas garabateado con letra casi ilegible, y al instante todo quedó claro. En un arrebato de locura, ingerí el contenido de la probeta que se encontraba justo al lado del cuaderno.
El dolor que experimenté me resultó indescriptible, y lo peor de todo fue ver como mi cuerpo se iba evaporando en cuestión de segundos, al igual que se sale el agua de una jarra agrietada. Aún
convaleciente por el shock, regresé a mi dormitorio con una invisible sonrisa perfilada en mis invisibles labios, convertido en el heredero universal del señor G. El rey ha muerto, ¡larga vida al
rey! ¡Yo soy su sucesor! ¡Yo soy el Hombre Invisible II!
Israel Santamaría Canales (España)
Publicado en la revista digital Minatura 147
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