(I)
Naufragó. Y en su mar, el marinero
se oscureció en profunda sepultura.
Su muerte (¿no son todas?) prematura
tiñó el agua de luto, y el hondero
de los dioses lanzó un nuevo lucero
al denso techo de la noche oscura.
Braceaba en las olas la figura
del mascarón de proa del velero,
libre ya, melancólica sirena,
que en la desolación de un alma en pena
busca en la costa faro o atalaya.
Surgió la luz lejana, amortecida,
y como una ola más, casi sin vida,
se desplomó en la arena de la playa.
(II)
Sirena y marinero, en travesía
perenne sobre el mar, habían sido
casi amantes, sin voz y sin libido,
más interdependientes cada día.
Ella en el tajamar, la lejanía
su punto de reclamo, y el bramido
del viento en el cordaje retorcido
audaz proposición de rebeldía,
sistemáticamente repudiada.
Inabordable, inmóvil, entregada
sin saberlo ella misma, al navegante.
Y él, inconsciente de ello, enamorado
de quien pudo haber sido en el pasado
destructora fatal de cada amante.
(III)
En el naufragio, su alma de madera
se espiritualizó; razona y siente
con músculo y fervor de adolescente,
y con diafanidad de cristalera.
Sobre la playa, exhausta, forastera
a este su nuevo mundo, al sol yacente,
es percepción de arcángel inocente
que de su nube en un traspiés cayera.
Mas se levantará, cuando despierte
de su fatiga al borde de la muerte,
tras tanto tiempo al borde de la vida.
Y en sus pupilas brillará la llama
de la estrella distante que proclama
sus deseos en luz estremecida.
(IV)
Abre los ojos ya, que el sol declina,
se ha sosegado el mar, y en ti, sirena,
la vida en plenitud se desmelena
con la noche a la vuelta de la esquina.
Un nuevo ojo en el cielo se ilumina,
guiño hacia ti en dulzura de colmena
que no logra enturbiar la luna llena
ni en su entorno espectral ni en tu retina.
Desde lo alto contempla el navegante
tu nueva forma, humana, palpitante,
y es aserción de amor su parpadeo.
Duda, al verte intangible seductora,
si enaltecer o maldecir la hora
en que te conoció sin galanteo.
(V)
La sirena, nos dicen, sólo canta,
y ríe, y manipula, mas no llora;
habla de amor, mas nunca se enamora,
y siempre, al fin, su embrujo desencanta.
¿Por qué, entonces, el nudo en la garganta,
la angustia pertinaz que te devora,
la intermitente lágrima que aflora
y en tormenta de llanto se agiganta?
Acumulas en ti tanto de humano
que el mito se quedó en segundo plano,
mujer, si en madurez, recién nacida.
Tu amante fue real, ya sólo idea,
por eso hoy mismo sobre ti alborea
nueva etapa de eterna despedida.
(VI)
Regresarás al mar, escapatoria
de un mundo que no es tuyo, en seguimiento
de esa mínima luz del firmamento
que sabe hablarte de común historia;
porque, en el fondo, amor sólo es memoria
de cuanto dos construyen, del aliento
que ambos mezclan, del júbilo, el lamento,
generados por pérdida o victoria.
Sobre tu espalda nadarás, alerta
al sucinto mensaje que a la puerta
de la noche el crepúsculo te enciende.
Y si lloras, tal vez, por añoranza,
recuerda ese mensaje en lontananza
que nadie, sino tú, capta y entiende.
(VII)
En la playa o el mar, pero contigo.
Tendido junto a ti, la curvatura
de tu cola en perenne travesura
frotándome los muslos. Me prodigo
sobre tus firmes senos, y persigo
rigidez de pezones. Tu estatura
sólo se mide horizontal, figura
a medias de mujer, hasta el ombligo.
Pero qué espléndida mitad, cautiva
cerebro y sexo por igual, lasciva
y sensible a la vez, sirena de oro.
Te pienso casi mía, miel y vino,
y en este sueño absurdo en que me obstino,
cuanto más me devoras, más te imploro.
(VIII)
No quiero soñar más, que me hace daño.
Tu destino es de mar, yo soy de tierra.
Y aunque mi cuerpo a tu mitad se aferra,
mi corazón se reconoce extraño.
Contra mi propio proceder me ensaño,
por llamar a portal que se me cierra.
¿De qué me sirve combatir en guerra
perdida de antemano al desengaño?
Sigue tu estrella, aunque jamás la apreses,
si te llama su luz. Que los reveses
no detengan tu marcha: Es el camino
lo que debe incumbirte, no la meta,
mientras brille ese rayo que te reta,
ya sea deslumbrante o mortecino.
FRANCISCO ÁLVAREZ HIDALGO -Los Ángeles-