EL VENDEDOR DE LOTERÍA
Por Juan Cervera Sanchís
-¿Cómo te ha ido? –me preguntó don Pancho desde su silla de ruedas y sus soles octogenarios.
-De la chingada -le respondí sin contemplaciones- La verdad no muy bien que se diga. Últimamente no he dado pie con bola.
Don Pancho me miró de arriba abajo. Sonrió y me dijo:
-Párale, párale, muchacho. No te me apendejes.¿Tan ciego estás que no sabes lo que tienes?
-¿Qué dice usted?
-Que sin tan ciego estás que no sabes lo que tienes. Por lo que veo caminas perfectamente y ves muy bien. Y también oyes, ¿no? No te me hagas el sordo. Estás en excelente estado de salud. ¿Qué más quieres?
Las palabras de don Pancho me sorprendieron. Lo escuchaba y no sabía que contestarle. La verdad es que yo andaba bastante acelerado aquel día. Bueno, ¿qué cabrón día no andaba yo en el acelere?
“El párale” de don Pancho retumbo con gran fuerza en mis oídos. Me fui sosegando. Él seguía platicándome:
-Sí, hombre, párale. No te voy a decir que la ambición sea mala, es parte importante de nuestro ser, pero no hay que desmedirse por ella. A veces es necesario detenerse, pensar un poco, recuerda que no tenemos la cabeza de adorno, y visualizar mejor los límites, los horizontes y las posibilidades de la realidad.
En aquel preciso instante pasaba una carroza fúnebre por la calle y don Pancho guardó silencio. Los dos pensamos al unísono en la muerte:
-¿Ya viste? -me preguntó don Pancho mientras la carroza y el cortejo desaparecían a lo lejos de la calle. Sin esperar mi respuesta continuó:
-¿Te das cuenta?. E insistió: ¿Te das cuenta del hecho maravilloso que es vivir, que es estar aquí tú y yo platicando y viéndonos en este momento? ¿No crees, amigo mío, que hay que dar gracias a quien corresponda por ello?
Callé. Moví la cabeza. Lo miré a los ojos con infinita gratitud y luego elevé mi mirada al cielo. Después me recreé viendo a la gente que transitaba por la calle de un lado para otro.
La vida, vivir en sí y sin más, me pareció lo más extraordinario que podía sucederme. Simplemente vivir, respirar, ver, oír, tocar, caminar.
Don Pancho, mi viejo amigo, mi sabio amigo, debía estar leyendo mis pensamientos.
En su silla de ruedas, incapaz de dar un paso por sí mismo, sonreía, ya, por su edad, a las puertas de la muerte, pero como si la creación entera fuera suya. Me daba la impresión de que era el hombre más dichoso del planeta.
Extraña e inesperada sensación la mía. Creía yo conocer a don Pancho, eso creía yo, creía yo conocerme a mi mismo y no sé cuántas cosas más creía yo.
Mentira. Supe que eran mentiras muchas cosas de las que yo creía, pues intuí, en aquel preciso instante que comenzaba a conocerlo a él, y empezaba a vislumbra quien era realmente yo y lo equivocado que había estado.
Seguí mi camino y, desde entonces, supe que era otro hombre. Sí, desde aquel día soy otro hombre muy diferente de aquel al que don Pancho le preguntó:
-¿Cómo te ha ido? Y yo le respondí groseramente:
-De la chingada.
Y es que uno no sabe dónde y cuándo lo asalta la luz del milagro, ya que los milagros, es decir, la presencia de la energía primigenia y madre de todo lo creado, suele hacerse visible y audible en el momento menos esperado y, a través de la imagen menos sospechada, para hablarnos por los labios, sin labios, de autoridades espirituales sin credenciales visibles, de la maravilla y verdadera rotundidad de la vida.
No cabe duda que la genuina sabiduría de ninguna manera está avalada por títulos de postgrados.
Los títulos de don Pancho, desde su niñez y juventud campesinas, se reducían a una vida adulta encadenada al volante de un taxi en la gran ciudad y a un accidente en que perdió sus piernas y lo sumió en una silla de ruedas, convirtiéndolo en un vendedor de lotería, desde hacía treinta años, en los que jamás había dado un premio mayor, aunque sí había sembrado, y seguía sembrando, en sus clientes y amigos, bellas ilusiones que se transmutaban en preciosas realidades instante tras instante, pues don Pancho lograba hacerles sentir lo maravilloso que es vivir a plenitud cada segundo.
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