Quién nos diría
que la noche, en su trampa
de ensueño,
abrió el camino sin fondo
de los espejos
y que allí, en el oscuro
brillo del acero,
se unió al alma
común de nuestros cuerpos.
Hoy te veo distinta,
muy distinta a la nube
que eras, al mar que
sostenías
en febriles tormentas,
como si el grito, aún
el grito,
escupiera el veneno mortal
de la conciencia.
Pero eres distinta,
hermosamente distinta
y ajena.
Isidoro Irroca
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