Tenía entonces seis años – y desde que tuve conciencia de mi existir, me recuerdo solitario, vagando parajes, a veces no apropiados a mi poca edad.
Mi Padre, permaneció trabajando distante del hogar, y quedábamos al cuidado de mi Madre, los cuatro hermanos, y yo, era tercero, en la escala de mayor a menor.
Me escabullía a diario a la poca vigilancia ejercida por la hermana y el hermano, y a la continua ocupación de Mamá, podría decir que fui ave libre, viento sin rumbo y determinación, a vivir o morir. Recorría incansable, las orillas de acequias rumorosas y pequeños bosques sembrados en gigantes maderos de robles y sauces, donde se enroscaban madres selvas, zarzas y la tradicional melena.
En algunas orillas o montículos se hallaban silvestres mangos, papayas, moras y hasta la dulce naranja. Disfrutaba de banquetes, siempre desvariando, encarnando personajes y por supuesto, en el espejismo de ser el Niño feliz. Fue así como alguna vez me interné más de lo corriente bajo los frondosos árboles, y no sin peligro, salté o introduje el cuerpo en estrechas grietas, abiertas en la tierra. De pronto, chocaron mis ojos con algo de fantasía, pero a la vez desconcertante y para mí, miedoso: Era un gran pozo, exhalando vapores y azules nieves, remolineando en sí, se fusionaban las neblinas en figuras escabrosas y monstruos legendarios, Surtido este especie de lago, por aguas hirvientes y sulfurosas, nacidas en las hondas fuentes, quizá de antiguos volcanes, y fluyentes desde las oscuras montañas.
Conté a mi Madre el hallazgo, y ella muy furiosa exclamó: ¡Te alejas más allá de las cercas, y voy a castigarte! ¡Voy a amarrarte!
Del libro En las cartas que leía la Bruja de
OMÍLCAR CRUZ RESTREPO
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