Unos gritos en la habitación del tío Miguel lo despertaron. Deliraba. Veía insectos subir por las paredes y por todo su cuerpo. Daba manotazos para apartarlos de él. No lo conseguía. Tía Carmela le daba un vaso de agua con un calmante. Una hora y tío Miguel cerraba los ojos y los insectos desaparecían. Unas horas de sueño le devolvían la serenidad.
Las crisis eran cada vez más frecuentes porque tío Miguel seguía bebiendo. Le temblaban las manos y eso era fatal para su trabajo. No acertaba a sostener el serrucho y los martillazos los daba al vacío. Lo despidieron de la carpintería. Esto hizo que aún bebiera más. Llegaba a casa, al mediodía, apoyándose en las paredes. No comía. Se tendía en la cama y las visiones y los gritos empezaban.
Al otro lado de la puerta escuchaba sobrecogido y asustado. El calmante tardaba cada vez más en hacer efecto.
Llegó el momento en que las visiones le poseyeron y abandonar la cama fue una tarea imposible. Temblaba de pies a cabeza mientras trataba de alejar de su cuerpo los insectos voladores que amenazaban colarse por todos los huecos de su cuerpo.
JOSÉ LUIS RUBIO
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