martes, 2 de septiembre de 2014

IX-MIX-FIX


A Marie, como entretenimiento funambulista

I

El pan de cada día se hacía con letras, no con harina. Cada pan contenía una novela completa de Zola. En la superficie de un bocado leí un episodio sobre una terrible catástrofe ferroviaria.
El conde comía también de ese pan, aunque rebanadas más finas y, por decirlo así, casi anónimas.
El conde tenía pintadas de rojo las plantas de los pies (iba descalzo, aunque portaba con decoro unos pantalones de caza), en la cabeza llevaba un gorro con vistas del Brasil y en la mano una azucena negra, intimidante a más no poder.
El conde presumía de no permitirle confianzas a nadie.
Miro siempre desde arriba, evasivo y nunca a menos de treinta ─ y cuatro metros.
─Treinta y tres para el personal doméstico ─insinué yo.
─Jamás. Las tazas de café me las mandan volando desde la distancia. No puedo ponerme en evidencia, soy conde por parte de padre y madre.
Mientras hablábamos, los acróbatas quitaron las barras de las cortinas y con ellas instalaron trapecios en la calle. A través del cristal embadurnado de jabón, la calle me pareció llena de niebla y más inútil que nunca. En medio de la bruma, los trapecios de níquel brillaban con resplandores extraños y un tanto borrosos, como los peces plateados en un estanque de agua sucia.

II

Volaba por salones caóticos con paredes de nubes abultadas y enfermas. Colgaba de las tripas rosáceas de una mitad de perro viajera, con los dedos clavados en ellas. Mis piernas, demasiado largas, rozaban el suelo metálico y, en esa carrera loca, chispas de un metro de largas brotaban de las plantas. La soledad me seguía con otro vuelo y con una melancolía más aguda y punzante: ya no sabía si la velocidad era carne o alma.
Las tripas del perro se derritieron por el camino y se transformaron en los muslos de una estatua de mujer, pero tampoco la materia marmórea duró demasiado y se tornó blanda como piel auténtica con un cálido perfume humano, con las pantorrillas enfundadas en finas medias bordadas con helechos y cabezas de león.

III

Frente a mi cama, el teatro de loros concluyó la última representación en medio de un rifirrafe. Me habría gustado tocarlos con el pie y acariciarlos, pero la habitación estaba llena de agua y yo, en un extremo, era un pedazo de madera vieja con encajes de
putrefacción.
El poeta, alto, erguido y negro, apareció detrás del teatro y, quitándose la capa, me enseñó en el pecho un abanico de seda roja.
En ese tiempo, la mesa de la habitación alargó de repente sus patas. Volví la cabeza.
En medio del cuarto, cuatro columnas finas de madera subían hasta el techo. Entre ellas colgaba de un hilo de telaraña un lazo azul, un lazo de colegiala, que se mecía levemente al aire para indicarme de forma demencial, pero correcta, su estricta irrealidad.

MAX BLECHER
Publicado en la revista Ágora digital 3

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