Amanecimos cercados.
Los árboles sin hojas,
hechos cautivos,
sucumbían bajo telarañas de escarcha.
Todo el campo representaba
un derribado y sucio tendedero.
Jirones de nubes, detenidos en el aire,
se desplomaban después
y eran hollados
por cientos de caballos fantasmales.
Una especie
de acerado cristal nos oprimía.
Al caer la tarde, aquí y allá
las fogatas de los campamentos
latían en la luz mortecina.
Las barbas de los soldados,
brillantes de nieve desmenuzada,
temblaban bajo el murmullo
de idiomas bárbaros, que el viento
recibía para proyectar entre ráfagas.
Cerca de la rubia chimenea,
yo pensaba en las leyendas medievales
y más antiguas.
Resulta difícil entenderse
cuando tú, mientras tanto,
tan sólo respirabas hostilidad,
como si para siempre
te hubieran arrebatado las playas
de Alicante y la ocasión, con ellas,
de lucir el palmito.
RAFAEL SIMARRO SÁNCHEZ -Ciudad Real-
No hay comentarios:
Publicar un comentario