martes, 1 de abril de 2014

VIAJE MANCHEGO


Esta ciudad me ahoga, amigo Sancho, aprieta mi cuello con manos vaporosas e impide que el aire llegue a mis pulmones. Tampoco os preocupéis mucho por ello, señor don Quijote, que el aire de aquí no es tan limpio y cargado de aromas como el que hemos conocido en nuestra tierra natal, o en las otras comarcas en las que debe encontrarse esa ínsula que me prometéis de continuo. ¡Ah, Sancho, siempre has de tener esa visión ruin y mezquina de las cosas! ¿no te das cuenta, acaso, de que todo esto es obra de algún maligno mago de Oriente, que pretende acabar con mis fuerzas con tan viles tretas y ardides? Lo ignoro, señor don Quijote, pero lo que vemos no se me aparece creado por ninguno de esos imaginarios enemigos de los que me habláis cada día y en cada noche de sueños desvelados.

            Alonso Quijano no contesta, ya que pierde el hilo del diálogo cuando pasa, montado en su nuevo Rocinante, de 500 caballos, por la gran avenida. Los escaparates reflejan su alta y desgarbada figura, vestida con camisa a cuadros rota y desvaída de colores, pantalones vaqueros gastados por el tiempo y los lavados, cazadora negra de cuero que reluce bajo un sol lleno de recuerdos amargos. Esos mismos espejos muestran la figura de su compañero de fatigas, Sancho, sentado detrás de él, que no acaba de quedar bien con esa camiseta en la que amar a Nueva York no encaja bien con las tierras manchegas. Sancho, el bueno de su escudero, aprovechando una parada obligada por un resplandeciente color rojo, se atusa el poco pelo que le queda en la cabeza, últimos rescoldos de narcisismo, e intenta meter un poco el estómago para impresionar en lo que pueda a la chica que les ha mirado durante unos breves instantes.

            Sancho, dime, ¿acaso no es la misión de un caballero que se estime en tal, seguir luchando por los desvalidos, las doncellas amenazadas y contra todo aquel que pretenda causar el mal o abusar de los más débiles? Acaso esa sea la realidad del caballero, señor, pero la otra realidad, la que vemos y tocamos, la que olemos y sufrimos, nos es ajena, incluso me parece oírla decirnos “idos, luchadores de espejismos, idos o convertid vuestras lanzas en cañas y vuestros corazones en piedra”. Debes escuchar, escudero Sancho, cantos de terrestres y arteras sirenas, pero no tengo cera para taparte los oídos, ni yo necesito cuerdas, si acaso existiesen, para resistirme a su encanto.

            Los dos personajes siguen avanzando por la avenida, tuercen y retuercen su montura hasta arribar a la orilla de un gran río que les corta el paso. Don Quijote estaciona a su Rocinante junto a un parquímetro y, caminando lenta y pesadamente, se acerca hasta la orilla y se sienta en un banco de madera. ¡Dulcinea, debes estar lejos, demasiado lejos! ¿dónde te fuiste? El camino se me hace largo, el viaje, espeso, el enemigo se vuelve invisible y se transforma en gigantes de piedra a los que ya no sé cómo combatir. No temáis, señor. Sancho, fiel escudero hasta la muerte, se ha sentado al lado del caballero de la triste figura y lo mira con pesadumbre, aunque sigue escuchando sus discursos con paciencia infinita, propia del que ha nacido en la tierras duras y ha hablado con las rocas y el silencio.

            ¿Por qué iniciamos este viaje, Sancho? Vos lo pedisteis cuando estabais enfermo y parecía que moríais. ¿Acaso no fallecí, Sancho, rodeado por mis parientes y amigos y denostando mis aventuras y desventuras, feliz por recuperar mi cordura? Sí, don Quijote, y yo cerré vuestros ojos cuando vuestro corazón, fiel guerrero y amante platónico, se paró definitivamente; y yo acompañé vuestro féretro hasta el pequeño cementerio donde os enterraron; y yo deposité unas livianas flores sobre el túmulo de vuestra tumba. ¿Entonces, Sancho, estoy muerto? Lo está, señor. ¿Cómo es posible, entonces, que pasee, respire, hable contigo y sienta la vida por cada uno de mis poros?

            Sancho respira profundamente. El campesino de la Mancha mira de nuevo a su señor, con sus ojos empañados por lágrimas incipientes. Arroja una piedra al sucio río, se levanta, toma la barbilla de Alonso Quijano con la palma de su mano.

            Señor don Quijote, no puede morirse aunque quiera. Levanta su cabeza y alza su brazo señalando los cercanos y altísimos edificios de cemento y cristal. ¿No lo comprende, señor? Ya no hay gigantes de brazos gigantescos que giran sin parar, ni doncellas frágiles y chillonas, ni magos que lancen arcanos conjuros, ni guerreros armados de gruesas mazas y curvas cimitarras… ¿Entonces, Sancho, nada hay de lo que se me imagina mi mente?

            Don Quijote duda, pero sabe que su escudero aún no ha terminado, así que baja su mirada y espera la contestación que ya adivina en su fiel amigo.

            Hay mucho más, mi querido e idealista caballero, de lo que suponéis. Y sí, sigue habiendo gigantes que ahora son más grandes y fieros, y doncellas que son naciones, y guerreros que manejan armas mucho más terribles de lo que nunca leísteis en libros de caballerías, por eso no podéis morir, porque don Quijote aún tiene mucho que cabalgar y demasiado que combatir.

            Sobre el río pasa un barco cargado de basuras, y las gaviotas se posan sobre ellas para devorar con lujuria animal los restos de una civilización. Una sirena suena a lo lejos, y el cielo se va enrojeciendo mientras en la lejanía, el eterno sol de siempre, el sol de los sueños y las pesadillas, se esconde un día más. Todo aconteciendo  en algún lugar de cuyo nombre nadie quiere acordarse.

FRANCISCO J. SEGOVIA -Granada-
Publicado en el periódico Irreverentes

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