A veces el Hombre no sabe que está en guerra, en especial cuando ésta se disfraza de hipocresía y cubre con sus humores pestilentes los campos sociales y hacen del amor una herejía.
La guerra es la de todos los días;
la de la madre con la hija,
la de la nuera con la suegra,
el puesto que nos birlan,
el sueldo que no llega,
la jubilación que no alcanza,
la juventud
que renueva el viejo sillón
borrando las pelusas
de un ayer que pasó.
La guerra es la vida cotidiana;
los mosquitos,
las críticas solapadas
y alguna sobremesa
que termina con nauseas.
Cuando el hombre no aglutina
la metralla de los impuestos
y ya no puede lidiar
con los cimbrones del estatus,
vienen las revoluciones,
escaramuza de pedagogos
sin sueldo ni porvenir.
Entonces,
la guerra pasa a ser los micrófonos,
los diarios, hasta que,
el ungüento de los tinteros
derrama por el globo
el grito del fusil.
Es el tiempo,
en que al vómito del cañón
responden las balas que silban;
es el momento en que al trueno del cielo
contraataca el del avión;
es la era
en que al instante de los ocres
les suceden
los de sangre coagulada,
los de disuelto carmín.
Son épocas de temblores,
miembros desparramados,
alientos inmundos
que salen de las muelas
ya descarnadas.
En los días en que
las sirenas de los barcos
aúllan por el cielo
y sus chimeneas lo tiñen de gris,
en las noches en que
buscan en el fondo
al gran pájaro negro
el cual todo puede destruir,
solamente ocurre,
que una guerra
sustituyó a la otra
donde los hombres
se cortaban las cabezas
y también los pies
porque la jubilación
era de color rojo sangre
y el sueldo tono carmesí
como las llagas gangrenadas,
las trampas estaban
teñidas de coágulos
y los niños maltratados
sollozaban lágrimas de coral.
En tanto, algún mago
reúne cada plañido
para seguir llenando las arcas
con su negro caudal.
Hilda Augusta Schiavoni -Argentina-
Publicado en la revista Palabras Diversas
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