(A la ninfa de los ojos verdes de la Fuentona de Muriel –Soria-, que inspirara a Gustavo Adolfo
Bécquer.)
Fue como un sueño, como la última visión de un viajero perdido en el yermo.
Hasta entonces sólo camino…,
de repente una tolvanera infinita secuestró la soledad.
De las arenas crecieron bosques de laurisilvas, helechos, hayas, hiedras mágicas.
De las profundidades fecundas brotaron tus aguas frescas...,
más claras que el aire extremo y sutil.
Nacían del vientre de gea en un acto soberbio, lustral, purificador.
Nacían por ti... ¡quien seas!,
y venían de ninguna parte,... de ningún sitio visible.
Pude beber de tus aguas, que me devolvieron la vida.
Y salí del oscuro hades..., renovado..., resucitado, un recién nacido.
Porque las aguas eran tú. Tú eras las aguas.
Fue como un sueño, como haber muerto sin dolor..., volar al paraíso..., y era en vida.
Pero llegó el despertar y las arenas volvieron a su sitio.
El sol abrasador arrancó de nuevo los duros acordes de las piedras.
Mas el sueño fue real, transmutación alquímica irreversible.
El corazón así reparado, volvió a quebrarse.
Esta vez para sangrar hasta el fin de las cosas.
Ahora añoro tus aguas..., la vida sabe a muerte de nuevo.
Sin ti, todo es sed, todo sequedad, todo esterilidad.
Porque las aguas eran tú. Tú eras las aguas.
Es que el amor viento necesita acariciar, pero como vagabundo solitario que silba en
los páramos rara vez ha caricias.
El amor viento acaricia en secreto,
brisa casi imperceptible.
Al final aventará las cenizas,
que se hundirán poco a poco,
en el amor agua, tu tumba…,
el último y sobrenatural lecho donde moras eternamente.
Juan Ignacio Cuesta. España
Publicado en la revista Oriflama 16
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