En un pueblo pequeño se conoce todo el mundo, los vecinos están pendientes de todo y no debes dar de que hablar. En un pueblo como ese, Alejo de 8 años, siempre había sido el niño raro y solitario.
Se levantaba temprano, antes de que saliera el sol y caminaba hasta el puerto. Se sentaba al lado del tercer pilón de piedra y esperaba un par de horas, de vez en cuando hacía señales con su linterna y volvía a casa para hacer sus cosas. Iba siempre con la misma gorra roída, su linterna azul y con su inseparable perro Duncan, mitad pastor alemán mitad lobo. El “chucho” era inconfundible, pero, aún así, Alejo le anudó al cuello un pañuelo rojo, para que nadie pudiera pensar que estaba abandonado y lo llevaran a la perrera. Se notaba que el can empezaba a hacerse viejo, podía apreciarse por los pelos grises que se distinguían en la parte baja de su hocico y en su incipiente cojera, pero esto no le impedía seguir al muchacho allá donde fuera. Si tenía que ir al colegio, esperaba en la puerta hasta que saliera y si tenía que ir a la tienda de Don Braulio, en la otra punta del pueblo, le acompañaba, siempre dos pasos por detrás, pero sin perderlo de vista, lo suficientemente cerca de él.
Un día como cualquier otro, Alejo sale de casa antes de la venida del alba y se encamina hacia el puerto, los pescadores hace horas que están haciendo su trabajo, algunos incluso vuelven ya de faenar después de días de dura labor.
Un rudo marinero, al pasar el chico con su eterno compañero de cuatro patas, mira de reojo y refunfuña algo entre dientes, Alejo no llega a entenderle.
El niño se sienta en su lugar de siempre y deja descansar sus manos sobre las rodillas. Duncan, a su lado, se recuesta y apoya el morro en las patas delanteras. Esperan mirando al horizonte. Pasan un par de horas y no ocurre nada, ninguno de los dos se ha movido salvo para que Alejo hiciera señales luminosas unas cuantas veces. Los grandes ojos marrones que por un par de horas habían estado expectantes se tornan de nuevo tristes, casi parece hasta que hayan cambiado de color, a un tono mucho más oscuro, como si al verlos pudieras ver el fondo de un pozo de negro y oscuro anhelo.
Al ir a levantarse Alejo nota un pequeño golpe en el hombro, con algo acartonado, cree que es uno de los pescadores que le pide que se vaya y le ha dado con una de las libretas de hacer facturas, pero al girarse, ve un bloc de pintura y a una pequeña y pizpireta niña pelirroja, su redonda cara llena de pecas está enmarcada por una maraña de rizos color naranja fuego. Le sonríe graciosa y Alejo no sabe muy bien qué hacer, nunca nadie le sonríe así, salvo su madre y su abuela. Quiere salir huyendo, no está nada cómodo, no acostumbra a relacionarse con otros niños. De ponto la chiquilla sin dejarle mucho más tiempo para pensar, le espeta:
-¿Cómo te llamas? Yo soy Daniela. Seguro que el año que viene iremos a la misma clase, debemos tener la misma edad.
-Ahhhh!! Muy bien- contesta el chaval sin saber muy bien que más decir- Yo soy Alejo.
- Que nombre más raro- dice la niña sonriendo- Y ¿Vives cerca de aquí?
-Calle abajo-contesta Alejo.
-Yo también, a lo mejor somos vecinos. Pero no te he visto nunca cerca de mi casa.
-No, yo a ti tampoco te había visto- responde Alejo sonrojándose.
- Pero si te veo siempre aquí solo. Llevó en el pueblo una semana y cuando salgo a dibujar tengo que pasar por delante del puerto para llegar al bosque y aquí estás todas las mañanas. Pero… ¿Por qué?
-¿Por qué? ¿Qué?
-¿Qué, por qué estás aquí todas las mañanas?
-Es una larga historia- dice volviendo la vista al mar pero mirando al infinito.
-Oh!! Vamos…No te hagas el interesante. Tengo tiempo. No hay colegio y no tengo nada mejor que hacer.
Alejo mira a la niña sorprendido, se aparta el pelo del flequillo de los ojos y dice enigmático:
-Estoy esperando.
-Y ¿Qué esperas?- pregunta la niña interesada.
-¿Ves allá a lo lejos? Dónde el cielo se junta con el agua, por donde las nubes se ponen rosas cuando va a salir el Sol. Allí está mi abuelo. Un día salió con su barco y ahora no sabe volver, se ha perdido. Hubo una tormenta muy fuerte y no sabe volver. Tengo que estar aquí antes de que salga el Sol para que vea la luz de mi linterna, para que sepa cuál es el camino de vuelta a casa. Siempre lo he hecho cuando ha salido con su barco y ahora que no encuentra el camino de vuelta es mucho más importante.
-Pero para eso está el faro, ¿no?
-Hay muchos faros, él sabrá que soy yo, le hago las señales que me enseñó de pequeño.
-Y ¿Hace mucho que se perdió tu abuelo?
-Hace tres años.- dice el chaval tras un suspiro.
-Pues espero que algún día vea tus señales y sepa volver a casa. Mientras, para que no estés aquí solo, puedo venir por las mañanas contigo, si no te importa.
-No me importa.
-Vale- asiente la niña- Bueno, ahora tengo que irme- y termina- Hasta mañana, Alejo.
-Hasta mañana Daniela- responde el chico.
La muchacha se levanta y se encamina hacia la salida del puerto. Cuando casi ha llegado a la mitad de la plataforma que cruza el embarcadero ve que empieza a amanecer. Se gira y mientras camina un poco más despacio, va mirando hacia atrás, no cree que se haya alejado tanto, pero ya no puede ver a Alejo, ni a su perro tampoco.
Cuando va a cruzar el umbral de madera que da paso al paseo, dónde el suelo ya no es de madera, sino de áspera piedra, tropieza con un viejo vagabundo que deambula todas las mañanas por la zona a la espera de que los marineros se apiaden de él y le den algo de pescado para pasar el día.
-¿Estás bien pequeña?- pregunta el hombre.
- Si -contesta Daniela un poco desconcertada.
La niña mira tras el anciano hombre y ve al perro de Alejo, el animal se ve manso, tranquilo. Se nota que conoce a su acompañante.
-¿Seguro? Te he estado observando desde hace un rato y…
La extraña revelación incomoda a Daniela y la niña se despide precipitadamente, improvisando una casi mentira piadosa:
-Bueno, tengo que irme. Mi tía me dijo que no tardara. Y si llegó tarde se preocupará.
La chiquilla esquiva el brazo del mendigo que intentaba posarse en su hombro y corre en dirección a su casa. Al entrar ve a su tía, que acaba de levantarse y al verla llegar jadeando y fatigada le pregunta:
- ¿De dónde vienes a estas horas?
-He salido al...
-Te dije que no quería que fueras tu sola al bosque, es peligroso- le reprende su tía con el tono más afectuoso posible.
-Pero tía, no he estado en el bosque- contesta Daniela- he ido al puerto y no he estado sola.
-El puerto no me gusta mucho más. Tampoco es lugar para ti. Y ¿Con quién has estado? A ver…
-Con un amigo. Creo que es vecino nuestro, un niño que se llama Alejo…
-¿Cómo has dicho? Eso no puede ser Daniela.
-Sí, he estado con él y me ha contado la historia de su abuelo, que se perdió en una tormenta una de las veces que salió a faenar. Estaba allí con su perro…
-No Daniela, es imposible, no hay ningún Alejo… ya no…
-¿Qué quieres decir con que ya no?
- Verás cariño, hace unos tres años, el abuelo de Alejo, un niño que vivía tres casas más abajo, salió con su tripulación en su barco “EL SOFÍA”, nombre que le puso en honor a su mujer a la que adoraba y una tormenta les sorprendió. El temporal llegaba hasta la orilla y todo el pueblo estaba muy preocupado porque todo el mundo tenía un familiar o un conocido en “EL SOFÍA”. El pequeño estaba especialmente alarmado, pues siempre había estado muy unido a su yayo, además, su padre murió en alta mar y no quería que la historia se repitiera.
Sin decírselo a nadie, Alejo corrió hacia el puerto con su linterna en la mano, se colocó junto al tercer pilón, que era donde normalmente estaba el barco de su abuelo y empezó a hacer señales, con la esperanza de que su abuelo las viera y tuviera las fuerzas necesarias para traer su barco hasta la orilla. Pero la tempestad era tal que una gigantesca ola llegó hasta el embarcadero. Sin la protección de la nave, la fuerza del agua impactó de lleno sobre Alejo, el chaval se dio un fuerte golpe en la cabeza con la piedra que servía de amarré para “EL SOFÍA” y cayó al agua inconsciente. Su perro, el viejo Duncan, que le seguía allí donde iba, comenzó a ladrar, pero nadie pudo oírle por la virulencia del agua y el viento. La tormenta amainó al día siguiente, todo el mundo buscaba a Alejo y solo pudieron deducir que había caído al mar porque nadie conseguía que el animal dejara de ladrar y tampoco podían apartarlo de la orilla. No lograron encontrar el cuerpo, pero los que si fueron encontrados, para sorpresa de todos, fueron los tripulantes de “EL SOFÍA”. Pero el abuelo de Alejo no puedo soportar la noticia de la desaparición de su nieto, se culpaba como antes se culpó por la muerte de su propio hijo. Su mente no pudo con tanto pesar y abandonó a su familia. De vez en cuando se le ve vagando por el puerto con el perro de su nieto y esperando a que algún marinero se compadezca de él y le de algo para echarse a la boca.
Daniela ni siquiera había separado los labios mientras su tía le contaba la historia. Se había quedado completamente helada. No podía creerlo. Pensaba que debía haber alguna explicación racional para todo aquello. Tal vez el chico del puerto le había tomado el pelo. No era posible que Alejo fuese un fantasma.
A la mañana siguiente la pequeña volvió al puerto y vio al niño, sentado en el mismo sitio del día anterior y de tantos días previos a ese, en la misma posición y con Duncan como siempre a su lado.
En un primer momento estaba decidida a cantarle las cuarenta, a decirle que no se había tragado su broma de mal gusto, a… Pero cuando llegó a la altura de Alejo, este le miró, le sonrió y no pudo decir nada. Comprendió quién era él realmente. Se sentó a su lado. Y esperaron juntos a que amanecería un día más.
AZAHARA OLMEDA
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