martes, 31 de marzo de 2020

AL HOMBRE PULPO


(Artículo de 1915)

     Entre las cosas antipáticas de este mundo pecador, cuya contemplación me acibara y acorta la vida, ninguna lo es tanto como cierto ejemplar de hombre (o de mono) muy abundante en todos los climas, pero más abundante que en todas partes en esta ventorrillesca isla de Puerto Rico. Este hombre, o este mono, -hombre por fuera, mono por dentro- suele ser casi siempre joven, sanote, satisfecho de sí mismo, guapote, elegante; rígidamente elegante con elegancia americana de pavo bien comido. Todo en él está bien: todo en él, desde el sombrero a los zapatos, brilla con ese orden, esa compostura, esa meticulosa y afectada pulcritud, ese sentido de conservación  y de mal disimulada ostentación que se suele notar desde la escalera en algunas casas de burgueses ricos.
     Viste bien; anda bien; huele bien; habla bien (aunque no dice nada); saluda bien; come bien; duerme bien. Y casi siempre sabe (mal) dos o tres idiomas; casi siempre posee un título universitario de médico o abogado; casi siempre es miembro distinguido de una congregación respetable (bar de abogados, asociación médica, Caballeros de Colón, etc.); casi siempre es casado (el matrimonio cuando no da dinero da respetabilidad); casi siempre es correcto; casi siempre está haciendo conatos de ingenio, hombría de bien y amabilidad de jalea de guayaba; casi siempre tiene en remojo una sonrisita que parece decirnos: "Para usted, y nada más que para usted"; y, finalmente, siempre, siempre -y ahora no hay casi que valga- nuestro maravilloso equilibrista se las arregla de tal modo que la sociedad en que vive se derrite en afecto y hasta de admiración por él y se desvive por hacerle próspero y feliz.
     -¿Y qué talismán -se me dirá-, qué talismán posee tal hombre para lograr tal éxito? ¿Será muy talentoso? No; no es muy talentoso, ni siquiera talentoso a secas. ¿Será muy bueno? No; no es muy bueno, ni siquiera bueno. Es simplemente un hombresito de gelatina que precisamente por no tener olor, color, ni sabor determinado, por no tener nada de lo que constituye y delinea una personalidad, se adapta bien a toda situación. Si hay que hablar, habla; si hay que reir, ríe; si hay que llorar, llora a moco tendido; si hay que toser, tose; si hay que bailar o pelear, baila o pelea; si hay demasiado calor, no se asfixia, ni siquiera suda; si hay demasiado frío, no se hiela, ni siquiera tirita. Su fuerte es ese precisamente: no desentonar, no chocar nunca con nada ni con nadie, ser siempre y a cualquier precio hombre discreto, correcto, oportuno.
     -Pero -se me volverá a decir- ¿por qué le ha de resultar a usted antipático un hombre a quien usted mismo atribuye la buena condición de discreto y correcto en todas las cosas?
     -Pues precisamente por eso, respondo yo: porque creo firmemente que todo ejemplar humano dotado de un temperamento tan nulo, tan neutro, tan tirado a cordel, tan susceptible de ser puesto en hora  y manejado como se maneja un reloj; tan adaptable que jamás desentona ni choca, resultando por ello un prodigio de corrección y por ello también un objeto de respeto y de mimo y hasta de admiración para el vulgo, es, bien mirado, lo más irritante, lo más detestable que Dios echó al mundo.
     Dadme hombres, esto es, organismos vivos en que vibre un temperamento e irradie un espíritu; dadme hombres de carne y hueso, aunque los saquéis de presidio con las manos manchadas de crimen, y estaré satisfecho o resignado; pero ahora y a la hora de mi muerte libradme por Dios, del hombre máquina, incoloro e inodoro, medido, pesado, cocido, colado y tapado, que falto de toda nota personal en su carácter, resulta “discreto”, esto es, una monstruosa combinación de tejidos humanos donde, en lugar de un alma, encontramos, haciendo sus veces, la cuerda enrollada de un reloj.
     Pero este hombre amorfo, que, precisamente por no tener la personalidad que da el talento ni la que da la bondad, no desentona ni choca con nada ni con nadie, es el niño mimado de la sociedad en que vive, y el pueblo lo adora, y el gobierno no sabe dar un paso sin él (se ha descubierto recientemente que la cualidad fundamental de todo gobierno civilizado es la estupidez).
     Y yo os digo, señoras y señores, que este monstruoso ejemplar humano, mezcla de hombre y de mono, que os he presentado, no solamente no aporta nada positivo a la sociedad que tan bien lo trata, sino que es un mal hombre, una ostra, un vil roedor despojado de todo calor de humanidad. Por fuera parece todo bien en él, porque todo funciona con la imperturbable regularidad de un cronómetro; pero si os asomáis a su alma de latón la veréis tan falsa, tan fría, tan rapaz, tan mezquinamente sórdida y hostil a todo lo que no sea su negocio, tan ferozmente cerrada a toda simpatía, a toda honda comprensión y compasión de otras almas, que sentiréis asco y horror de haber mirado, y tendréis gusto en acompañarme en la fervorosa oración con que quiero cerrar este artículo:
     Hombre máquina, hombre de alma viscosa de pulpo que te pavoneas en lo más alto de nuestra escala social; hombre discreto en que toda palabra o acción sale tasada, recortada, cocida, molida y colada; hombre falso y vano que serías inofensivamente cursi como un pavo, si no fueras malévolo, vil, cobarde, y peligroso como una terrible alimaña; hombre triunfador, hombre cumbre, hombre sol:
     ¡Mal rayo te parta!...

Publicado en el blog nemesiorcanales
Compartido por Osvaldo Rivera

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