(Artículo de 1915)
Yo era un viejo mendigo...
Yo era un viejo mendigo que iba por los caminos con la sola impedimenta y compañía de mi mochila y mi bastón.
Antes, ya hacía tiempo, yo había sido eso que llaman caballero, esto es, una cosa triste, una cosa incolora, inerte, una mezcla abominable de virtudes pequeñas y de minúsculos vicios cobardes y toscos.
Pero llegó un día en que mi sangre y mis nervios rebeldes brincaron coléricos, y fuí hombre otra vez, y sentí y pensé por mí mismo, en menosprecio y desafío de los cánones sociales... Y rodé y rodé tanto a consecuencia de mi loca resolución de no ser más un ridículo y vacuo monigote social, que no tardaron en venir las alimañas de la miseria. Vinieron las viscosas alimañas de la negra miseria, y se cebaron en mi carne y en mi alma. Y sentí angustia, y pensé en el suicidio. Pero he aquí que de pronto veo claro en la noche de mis pensamientos y me convenzo que era tonto morir cuando me quedaba aún dentro de la vida una nueva y tentadora aventura --la última-- que emprender. "Similia similibus curantur." ¿Padecía de miseria? Pues en la miseria misma había de hallar remedio y olvido. Y una tarde lluviosa de enero en que todas las cosas se hacían musicales y le cantaban a mi alma ensoñadora vagas melancolías, resolví recobrar mi dignidad perdida, y en un rapto orgulloso de amor a la vida, me llené de humildad, tendí la mano en demanda de una limosna, y abracé para siempre la romántica y noble carrera de mendigo.
Y ya hace varios años que voy por los caminos sin prisa y sin rumbo, saboreando a diario la enorme y casi terrible voluptuosidad de sentirme, dentro de mis harapos, solo y libre, rey de mis emociones y de mis pensamientos en un mundo en que todo es esclavo. Y desde la cumbre de mi inmensa humildad, miro la vida bajo un aspecto nuevo y amplio y casi sonriente; y cada piedra, cada árbol y cada monte y cada bestia del camino me detienen y me acarician dulcemente, ofreciéndose a mis ojos con indecisos e inefables lineamientos de enigma y de poema. Y voy andando, andando. Y pasan junto a mí los erguidos señores de la tierra, y yo les miro sin odio y sin amor, pero con pena, con mucha pena de su ceguedad, de su sordera, de su espantable insensibilidad marmórea que les hace fuertes como dioses, pero que también les despoja de todo calor de humanidad, volviéndolos cadáveres antes de haber muerto.
Y era otra vez una tarde lluviosa de enero, toda melancolía. Y era, en el tierno regazo de la tarde aquella, una lomita verde, suavemente ondulada y amable. Y era sobre el verdor ingenuo de la loma, la visión gris de un bohío campesino... Yo llegué a la casita, y pedí, desde la puerta, un rincón donde guarecerme de la lluvia. Y del interior de la casita salió una voz de plata que me dijo que entrara, y luego una figura de mujer bella y joven se me puso delante. Y pasó entonces por mi alma, como una puñalada, un agudo pesar de no ser caballero y galán como antes. Pero aquella congoja fue breve, y, transcurrido un minuto de contemplación y de tímida charla en el seno de la rústica familia moradora del bohío, volvió a hacerse la paz en mi alma de mendigo, al tiempo que allá fuera la lluvia había callado y se extendía la noche. Siguió la plática a medida que se iban encendiendo las estrellas, y mientras de mis labios de mendigo iba saliendo lentamente la tenue luz crepuscular de la historia de mi vida vagabunda, ensoñadora y mendicante, a los ojos de la muchacha se asomaba de cuando en cuando un resplandor de simpatía. Y yo tuve la pequeña e infinita ventura de dormirme aquella noche pensando que entre el encanto de aquella mujer cuyos ojos me habían amado, y el encanto del viento que zumbaba en la yaguas del bohío, y el encanto lejano de la luna bajo cuyo ensalmo reposaba la verde lomita de silueta ondulada y amable, existía desde la eternidad como un hilo que los enlazaba y como un pacto milagroso de no ser, de no darse plenamente sino al hombre dotado de heroísmo suficiente, no para descubrir tierras ni emancipar pueblos, sino para descubrirse a sí mismo, y dotar a su espíritu, a través de la suprema humildad, del orgullo supremo de sentirse sereno, solo y libre en un mundo de esclavos. Amaneció; me dispuse a salir, y afablemente dije mi adiós a todos. La mano de la niña temblaba levemente al estrechar la mía... y yo me dije a mí mismo que nunca más, nunca más, le haría a mi suerte el imbécil reproche de haber dejado para siempre de ser caballero y galán. Salí al batey. Acaricié al pasar el húmedo y bello hocico de un becerro que por allí triscaba, entregado todavía al alborozo de la mañana, y empecé a caminar mochila al hombro por una vereda que llevaba a un río. Y anda, anda, anda.
Yo era un viejo mendigo...
Publicado en el blog nemesiorcanales
Compartido por Osvaldo Riversa
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