(Fragmento del artículo de 1912 ¡Quién Fuera Burro!)
¿De qué vale que el cielo se tiña de un tímido azul, y que la brisa tenga sabor de caricia, y que haya rosas en las mejillas de las mujeres, y cabeceos y coqueteos femeniles en las copas de los flamboyanes?
¿De qué vale eso, si somos ciegos y sordos para todo lo que no sea el choque y el clamor de nuestras ambiciones? ¡Torpes y cobardes ambiciones lacayunas que se persiguen y muerden las unas a las otras como lobas hambrientas, sin piedad ni tregua!
¿De qué vale, Dios mío, la perenne y silenciosa irradiación de belleza y misterio de las cosas, si, lejos de gozar de la belleza y de estremecernos voluptuosamente ante el misterio, sólo sabemos y queremos poner los ojos en lo feo, en lo ordinario, en lo ruin, dejándonos avasallar únicamente por esos dos formidables y odiosos instintos llamados vanidad y codicia que se reparten el imperio del mundo?
Yo creo que al mundo lo que le hace más daño, lo que lo aplebeya y emporca más, es precisamente la acción, el movimiento, la actividad puramente mercantil que venimos desarrollando hace siglos; ese inútil afán que nos devora por cosas mezquinas que no añaden nada al positivo bienestar de cada cual, ese histérico y degradante correr y más correr, siempre impulsados por la codicia o la vanidad, tras de necias y ridículas falacias.
¡Qué bueno, o por lo menos, que aceptable sería el mundo si los hombres dejásemos de desvelarnos y pelearnos por minucias, y, cada uno a su modo, luchásemos todos por ir eliminando de nuestros espíritus toda la mugre de ordinariez que tenemos almacenada para tormento nuestro y de nuestros semejantes!
Publicado en el blog nemesiorcanales
Compartido por Osvaldo Rivera
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