Mantenía una botella de ron sobre la mesa de caoba. Durante todo el día, el ritmo, como pistones calibrados, bombeando, mientras la vitrola tocaba el Bolero de Ravel y las cortinas blancas ondeaban desde la ventana que daba a un platanal. En sus sueños, la sal de un marinero todavía le escocía en los labios, y su lengua lamió en busca de ese sabor, el falo oscuro en una hamaca meciéndose, las lágrimas y los dientes; mientras redactaba, el aparejo de metáforas sacó palmas y flotillas, los salones de Ohio, el humo y lacrimosa de las Américas en su azul estuario.
Las mañanas gastadas en la orilla deslumbrada de sol. Los atardeceres pelando mangos en una explanada a la sombra verde de los árboles; y luego, poco a poco, los colores del atardecer acuático. Hubo un amante, un cortador de caña con la piel ajada por el licor y el sudor, y las hogueras en las arenas. Por la noche, corregiría galeras con Los viajes y El puente. Luego a dormir como un Fausto limpio de todo conocimiento y lujuria, sombras de aves que pasan por la cara con la suavidad que un niño siente cuando solloza en el delantal de su madre. Y por primera vez sintió como si su cuerpo fuera ingrávido, cuando el mar abrió sus cortinas oscuras, revelando sus huesos.
ANTHONY SEIDMAN
Publicado en Periódico de poesía 87
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