Yo no quería hablar de andenes ni de mundos diferidos,
de fatalismos ungidos por mis eclécticos genes.
No quería tales bienes en sumersión.
Un instante,
al menos,
quería el semblante cosmopolita
y diverso
que acercara el universo a mi avidez desafiante.
Inhalar sin artificios.
Desenmudecer mis fiebres.
Suscribir rotundos quiebres de noción,
aunque mis juicios devinieran en ficticios argumentos,
y lo humano dimitiera de antemano,
por escritural desgaste
que expansionara el contraste con lo obscuro
y lo profano.
Yo quería.
Yo aplicaba al estático rimero útiles de relojero.
Luego me desencontraba.
Descronometrar la aldaba irrespirante,
con trastos al uso, fijaba emplastos
en el mugriento tejido,
demasiado atento al ruido de los guarismos nefastos.
Alguna vez la inocencia pre y poscreativa me puso,
como referente abstruso,
escribir por insurgencia.
Reformular, con urgencia, el paisaje somnoliento
del discurso,
estar atento al sonido antigregario,
y no al nervio estrafalario que induce
al desbordamiento.
Toda una extensión verbosa,
infatuado de intemperie,
negué mi asesino en serie con una idea morbosa
del arte.
Aspiré a la cosa en sí,
a la esencia,
al ligamen trascendente,
fui al certamen de los sentidos,
a medias,
perito en tragicomedias que aguardan por un dictamen.
Alguna vez fui el oráculo,
la imprecación,
la promesa.
Alguna vez la belleza amotinó mi espectáculo.
Alguna vez no hubo obstáculo para el reo
en malandanzas,
y ni las desemejanzas con mi entorno me abatieron.
Alguna vez me ofrecieron indulto,
y quebré mis lanzas.
Sucedía la extensión sin temporales diafragmas,
instituyendo sintagmas: claustros de aniquilación,
negando a la “trabazón inescrutable”
un convulso rescoldo,
contra el insulso hatajo de ociosos fuelles
que desinflaman las leyes reluctantes del impulso.
Deseaba infringir los pactos de la molicie,
esa estigia
que tantas veces litigia con verbalismos abstractos.
Huir,
esquivar los actos de vileza intemporal
para suceder lo real a la deriva,
sin lastre,
autónomo en el desastre que anticipaba el Umbral.
Por escaleras roídas se abría paso el delito,
grafiteado como un grito de sirenas desoídas,
y yo ansiaba esas caídas de albura convaleciente
en mi sima adoleciente
con fervor impronunciable,
como el que ve lo insondable al otro lado de un puente.
Gestualidad transitoria,
abalorios en menguante,
inepcia insignificante,
cuchitril de alma mortuoria.
Nuevamente la memoria contra un vértigo nietzscheano
capta el zigzag de mi mano sobre una estepa lasciva,
y otra vez la subversiva luz
disuelve lo profano.
Entidad en discordancia con su propia estimación
de la lógica,
intrusión dual:
azar/ repugnancia.
Victoria de la inconstancia ingénita sobre el crimen.
Perplejidad frente al himen.
Apetencias y censuras.
Virtud de cribar impuras palabras que no redimen.
Supliciar el malandante transcurrir de una estructura,
dio sentido a la aventura de dar caza a un río mutante,
sin relación importante
con el ámbito unitivo del rastreador.
Lo excesivo debía,
por consiguiente,
no ser un gesto inmanente al microtexto invasivo.
¿La permutación sonora llevada hasta el paroxismo
le restaba al organismo poético
abarcadora duración?
Agua invasora,
agua de germen escénico,
¿impera lo fenoménico sobre el discurrir bullente
que se incorpora,
vehemente,
al socavón ecuménico?
Podar la anécdota,
el nexo que urge contextualizar.
No ser tentado a nombrar
el fascículo complexo de lo asentado.
Conexo con un decir implotable,
se vislumbraba probable añadir al silabario
un trance reescriturario,
y ese fue el rumbo inmutable.
Pero hay logos traicionados,
patetismos germinantes,
responsos beligerantes
y sermones complotados que reemergen.
Hay truncados gerifaltes de regreso,
ponderando un retroceso
al distrito inamovible de la afasia,
un ilegible
descendimiento
inconfeso.
Hoy,
sin las figuraciones díscolas de la lujuria,
soy incontinencia espuria,
fracturación de emociones.
Observo y juzgo los dones desmedidos
del propenso a desdoblarse,
suspenso de un lírico apocrifario
en el que soy mi contrario
mudo,
estólido,
indefenso.
Y ni pergeñar luctuosas cantilenas,
ni formales diatribas
ocasionales
contra apuestas sospechosas
me entusiasma.
Procelosas grafías que no descarto,
con otros entes comparto sólo por manía de orfebre,
porque después de la fiebre sediciosa,
las aparto.
Íngrimo ante la pared,
donde lo que se rehace me niega,
soy un enlace burdo
con mi antigua sed.
Luego,
desciendo,
a merced de un claroscuro grotesco
que transforma en arabesco la irrecuperable zona,
pero siempre me traiciona
el remolino
dantesco.
Me incriminan las secuencias insecuentes,
los volúmenes sin concordia,
los resúmenes umbríos,
las fluorescencias.
Perpetro desavenencias de hormiga. Luego, la duda.
¿Qué fascinación tozuda es esta?
¿A qué erial despótico pido disipar mi amniótico carbón
que no se desviuda?
Anular el yo sombrío y ser ente visionario
que, bajo un risco precario, advierte el cauce del río.
Privarle al estrellerío, no su índole anchurosa,
sino la menesterosa brizna,
y ponerla a oscilar
en el sereno telar de la Energía misteriosa.
Diluir el trillo estrófico: carne de antífona en marcha.
Entender que no es la escarcha un precursor
hipertrófico,
siempre,
del hielo distrófico.
Puede bullir,
en la artesa,
el barro
y no ser promesa de alfarería imparable
ni es la dimensión mutable
señal
de que el canto
empieza.
Ronel González -Cuba-
Seleccionado por Claudio Lahaba
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