Fui al pueblo de mi suegra,
habían dicho a las gentes de allí,
que yo era muy alto.
Lo primero que hicieron
los muy sádicos,
fue presentarme a la giganta del pueblo,
uno ochenta y cinco de alto
por uno ochenta y cinco de ancho.
Yo encogí mi uno setenta y cinco
entre pliegues de rubor.
Era el pueblo de mi suegra.
Algunas veces hablaban portugués,
decían fradiños y cafañoto,
en vez de judías y saltamontes.
A partir de ese día, me conocieron,
conocieron al del Ayuntamiento de Mérida.
Me invitaban a cerveza
y a lomo casero del bueno.
Me hablaban de usted
y decían que yo era muy corto
porque era de ciudad,
los del pueblo dónde había nacido mi suegra.
La perspectiva vital y los ritmos cardíacos
no eran la misma,
los mismos,
en el pueblo de mi suegra.
GUILLERMO JIMÉNEZ FERNÁNDEZ -Mérida-
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