Llegué cansado aquella tarde,
y colgué mis tripas de un tendedero.
Las pinzas de tender dibujaban rayos y truenos en sus herrajes.
Se acercaba una tormenta y mis tripas se balanceaban al viento gritando:
“Tiene que llover, tiene que llover a cántaros”
Antes de que la furia del vendaval goteara
por entre las circunvoluciones
de mis tripas,
la noche,
como un tubo digestivo negro y rotundo, envasó al vacío el tiempo que me quedaba por vivir.
Mis tripas quietas cual murciélagos gelatinosos,
gruñeron.
Un simple gruñido fue la estampida,
la noche se agitó y sonrío con boca de luna nueva.
Las estrellas titilaron pidiendo clemencia
y una bandada de búhos solitarios
picoteó las estrías de mis tripas
que somnolientas,
regresaron a mis brazos.
Acogidas con abrazos como labios,
fluctuaron
lo digo yo que no se el significado
de la palabra fluctuar.
Así fue que mis tripas y yo,
pudimos descansar hasta la siguiente
marea negra.
GUILLERMO JIMÉNEZ FERNÁNDEZ -Mérida-
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