Ábreme el portal que el frío de la noche
me rompe, sin golpe, los huesos y pierdo,
sin perderlo del todo, mi pensamiento
entre las garras de un viento racheado
que aparece de repente desde el mar
cargado de ira y despeinando palmeras.
Ábreme la puerta que ya nada siento,
que la sangre ya no recorre mi cuerpo
y mi mirada por no ver ni siquiera
ve el cadencioso ir y venir de las aguas
ni la arrebatadora luz de la luna
enigmática, mágica y seductora.
Ábreme antes que se apague la farola,
de tenue luminosidad, de la esquina
y entre ambiguas oscuridades se borren
las huellas de mis pasos desfallecidos,
cansados de recorrer la húmeda arena
y de acariciar cada día el asfalto,
No me desquicies, no me desesperes, con tu sordera.
Óyeme que me deshago aterido de pies
a cabeza si me dejas esperar un segundo más.
No tengo posibilidad de retroceder
porque el sendero, que traje, desapareció
en el tiempo, tras de mí, hace unos minutos.
Déjame entrar en tu soleado patio
para que el gorgotear de tu fuente
sosiegue mi estremecido escalofrío
rehaciendo los pedazos de mi decaído espíritu
que llora, llora y llora, sin lágrimas,
perdido en un inmenso mar de dudas.
Déjame subir a tu aireado dormitorio
para que oliendo el perfume de tu cuerpo
despeje, al menos, una de mis muchas incertidumbres:
si tu amor sin límites sigue latiendo
y será capaz de salvarme de la soledad
que me aprisiona con fuerza irresistible.
Del libro inédito El beso de la muerte de
JOSÉ LUIS RUBIO
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