viernes, 6 de abril de 2012

SANTA TERESA DE JESÚS, SU POESÍA

Por Juan Cervera Sanchís -México-

El espíritu religioso en la poesía se ha manifestado de
muy diversas maneras.
Así, mientras algunas voces se arroban ante lo divino
y otras se alzan para increparlo, las hay, como es el caso
de Teresa Cepeda Ahumada, más conocida como Teresa
de Jesús, impacientes por traspasar la barrera que separa
la vida de la muerte y, por fin, poder ver a Dios.
Santa Teresa de Jesús, en su poesía, está nerviosa por
llegar y es tal su prisa por alcanzar el divino objetivo que
no duda en manifestarlo:

“Vivo sin vivir en mí,
y tan alta vida espero,
que muero porque no muero.”

La vida para un espíritu tan incendiado por el fervor y
donde no había la más mínima sombra de titubeo respecto
al reino del Señor debió ser en sí bellísimo, porque es bello
el vivir en la absoluta convicción y confianza de que nos
espera lo maravilloso en el más allá.
Lógica era, pues, la vehemente ansiedad de Teresa de Ávila,
convencida como estaba, de que tras la aventura físico-química,
que llamamos vida, le aguardaba la más hermosa e incorruptible
de las aventuras: la del alma eterna ebria al fin del “licuor”
divino.
Claro es que de ninguna manera la Santa podía hacer nada
para acelerar la marcha en pos de tan cautivadora meta, por
pesada y dolorosa, y no poco lo fue su vida, que le fuera su
estancia terrena, debería esperar la divina decisión para
emprender el supremo viaje, tan anhelado.
Aquella mujer, que tan certeramente ha sido llamada “ebria
de Dios”, “corazón en llamas”, “huracán patético”, a la espera
del inconmensurable reencuentro con el Creador viaja por las
tierras de España fundando conventos y casas de oración,
como profesa de las Carmelitas de la Encarnación, pero toda
aquella actividad externa no llenaba su sangre iluminada por
la sed de lo divino, tan rebosante de poesía.
Nacida en 1515 y muerta en 1582 siente que la vida es una
eternidad, algo que no termina y que ella ansía ver terminada,
porque está convencida absolutamente que todo cuanto en
verdad importa en realidad se halla después y no aquí y ahora
en este antes expiatorio. Es por eso que no puede evitar
decirnos en su poesía:

“¡Ay! ¡Qué larga es esta vida!
¡Qué duros estos destierros,
esta cárcel, estos fierros
en que el alma está metida!

Para Teresa de Ávila la vida es una prisión del alma y sueña
con la salida, con la desesperación desesperada de la alondra
silvestre recién enjaulada:
“Sólo esperar la salida
me causa un dolor tan fiero,
que muero porque no muero.”

La iluminada mujer ha entrevisto, eso nos confiesa en no
pocas ocasiones con decidida seguridad, la luz del reino, o
parte de ella, desde el balcón interior de sus visiones. El
sabor de la vida de “allá arriba”, la atrae como un poderosísimo
imán, pero a la vez su chispa de divino níquel no puede escaparse
de la celda de la carne aún, pues no hay escapatoria posible
si no es por la vía de la muerte. Muerte que para ella significa
la vida en su divina certeza:

“Aquella vida de arriba
es la vida verdadera,
hasta que esta vida muera,
no se goza estando viva:
muerte, no me seas esquiva;
viva muriendo primero,
que muero porque no muero.”

Se muere Teresa de Jesús, rara y mística enfermedad,
porque no muere. Y está convencida segundo a segundo
de que al morir revivirá mirificamente. No hay muerte para
ella, sino vida y más vida. Nos recuerda la metamorfosis del
gusano de seda y nos insinúa que somos larvas en proceso de
una más alta vida:

“Vida, ¿qué puedo yo darle
a mi Dios, que vive en mí
si no es perderte a ti,
para mejor a El gozarle?”

Sí, pues por paradójico que parezca, únicamente perdiendo
se gana... lo auténticamente prodigioso. Esto no es comprensible
para la gente pragmática de nuestro tiempo, que supone saberlo
todo y que parece más confundida que nunca, pero para Teresa
de Ávila era lo más natural del mundo. Su fe sí movía montañas
y, movida por su fe, cantaba:

“Quiero muriendo alcanzarte,
pues a El es el que quiero,
que muero porque no muero.”

Teresa no quiere nada más porque lo quiere todo. El alma
mística es la más ambiciosa de las almas y únicamente aspira
a fundirse con el Creador. Todo lo de más es secundario y
pasajero. El místico se niega a entregarse a lo corruptible y
la vida humana es corruptible, visión pasajera, forma cambiante,
y mucho peor: cárcel de la genuina criatura que el místico
concibe y asegura que somos y denomina alma: “Sólo el
alma va a Dios”. Es por eso que la Santa de Ávila exclama:

“Lástima tengo de mí,
por ser mi mal tan entero,
que muero porque no muero.”

Lástima siente por su vida terrenal... que parece durar demasiado,
tanto que llega a creer que nunca acabará y, por tanto, nunca
verá a su Señor. Comida por la prisa viene y va trabajando y
cantando, llorando y riendo, viviendo y muriendo y siempre
ardorosamente enamorada de su único y hermoso amante, de
su invención suprema, tan real en todo instante para sus ojos,
para los ojos del que sabe mirar desde la hondura y la altura
de la fe. Santa Teresa es fe pura y, contra su impaciencia, es
en sí y porque sí un corazón feliz que canta:

“Dichoso corazón enamorado
que en sólo Dios ha puesto el pensamiento,
por El renuncia a todo lo creado,
y en El halla su gloria y su contento.”

Su gloria y su contento halla Teresa de Ávila, porque, como
ella ha dicho: “Quien a Dios tiene, nada le falta: sólo Dios
basta.”
Le basta Dios a Teresa para vivir su intensísima y hermosa
vida, cargada de bellos y jugosos frutos de amor. Impulsada
por su fervor en lo divino no hay percance terrenal que la
doblegue. Nos deja su lección y por fin el 4 de octubre de
1582, en Alba de Tormes, alza el vuelo. Muere. Sí, por fin
muere Santa Teresa de Jesús y le hace la vida... ¿realidad?
la vida soñada y tan vehemente deseada. ¿Se cumplirían sus
exaltados anhelos?
El misterio permanece más allá de toda ciencia y toda creencia
y frente al misterio sus versos nos incencian:

“Cuando el dulce cazador
me tiró y dejó herida
en los brazos del amor,
mi alma quedó rendida;
y cobrando nueva vida
de tal manera he trocado,
que mi amado es para mí
y yo soy para mi Amado.”

Gran mística y gran poeta Teresa de Jesús, que cobró
nueva y alta vida aquel 4 de octubre de 1582, como todo
lo que muere, pues todo lo que muere, a la vez que muere,
renace.
La Creación es en sí un constante renacimiento y, leyendo la
poesía de Santa Teresa, percibimos y compartimos ese constante
y sorprendente y sorprendido renacer.

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