—Si alguien me preguntara desde hace cuánto habito este lugar, no sabría qué contestarle. A alguien (o “algo”) como yo, el concepto de tiempo le termina siendo vano. Podría decir que he visto nacer y morir a cientos de árboles y que, desde que tengo razón, he jugado con el viento, el agua, la tierra y todo lo que en mí pueda existir. Pero si me preguntaran desde hace cuánto soy el hombre wayak’ diría que desde hace diez días.
Fue ese aroma, así inició. Llegó de la nada para envolver y eclipsar cualquier otro. Dulce, suave, ácido, intenso… lo seguí mientras intentaba descifrarlo, y cuando al fin encontré el origen del cual provenía, no pude hacer más que contemplar. En un principio no me pareció algo extraordinario. Conocía a los de su especie, al hombre. De vez en cuando merodeaban en grupo por mis alrededores y cazaban a mis animales; pero ella tenía algo diferente, hipnotizaba y cuando lo advertí ya era tarde.
Su oscuro cabello le caía en finas ondas hasta la cintura, balanceándose a la cadencia de sus pasos que, a su vez, iban dejando una débil huella sobre la tierra humedecida de aquel sendero. Su complexión, delgada y ágil; y esos ojos brillantes color ámbar que contrastaban con su piel cobriza, despertaron en mí algo que pensé destinado solo para otros.
Habría caminado un buen tramo desde que yo la observaba, parecía alerta, y poco a poco sus delicados movimientos fueron adoptando un singular recelo, hasta que no dio un paso más. ¿Quién anda ahí? preguntó y recorrió con la mirada el lugar esperando una respuesta, pero allí no podía haber nadie para contestarle, no sin que yo lo hubiera percibido antes. Será mejor que salgas de tu escondite advirtió. Y por un momento, pensé en la posibilidad de que me estuviera hablando a mí, que supiera de alguna forma de mi presencia, que la observaba, pero ¿Sería eso posible?
Continuó su camino y se desvanecieron mis dudas mientras ella seguía adentrándose cada vez más hasta que la noche se lo impidió. Fue ágil al encontrar refugio, más que cualquiera que hubiera visto antes. Y ahí se quedó dormida, entre los nocturnos susurros del lugar.
Pasaron los días, y para entonces ya me había acostumbrado a su aroma. Fui su acompañante en largas caminatas, su protector, su público, su servidor, su. Y así estuvo bien durante un tiempo. Hasta aquella ocasión en que la vi desnuda, cuando se encontró con un brote de agua de rocas y comenzó a desvestirse. No tardó mucho. Una a una, sus prendas cayeron sobre la tierra mientras se acercaba apresuradamente al agua. Al llegar al borde ya nada la cubría, sin embargo, se detuvo. Y acarició su mejilla con el dorso de la mano mientras se veía reflejada en el manantial.
Su piel se erizó al primer contacto con el agua helada. Se sumergió y me sumergió por completo. Lo que tenía, a lo que estaba destinado, ya no era suficiente. ¡Quería ser un hombre! Y bajo una condición, con ayuda del viejo jorguín, me convertí en uno. En el hombre Wayak. Tardé tres días en tenerla de frente, y siete en hacerle el amor. — le dijo él mientras la abrazaba por la espalda, atento.
La posibilidad de que no le creyera eran grandes, pero tenía la esperanza. Una esperanza que se iba haciendo más y más pequeña mientras ella, inalterable, observaba las ramas mecerse bajo el claro lunar.
—¿Y…? — dijo la mujer al fin. —¿Cuál era la condición?
—Diez días. — Suspiró. Hubo un largo silencio y ambos se quedaron dormidos.
A la mañana siguiente ella despertó sola. Preguntándose si aquello habría sido un sueño o una alucinación. Tomó el montón de hierbas, frutas y hongos que estuvo recolectando en el camino y fue arrojándolos, poco a poco, durante todo el trayecto, hasta que traspasó los límites del bosque y desapareció, llevándose su aroma.
BRISSA OCHOA -México-
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