Entorné los ojos.
No cabía duda: era ella.
Invariablemente hermosa, aun con el cabello sucio de polvo flotándole al viento y las ropas hechas jirones. El oro de su carne se encabritaba por entre las desgarraduras de la tela; sus ojos, como siempre, reflejaban el cielo.
Recordé cómo una vez me había arrastrado a sus pies (en el Viejo Mundo de los Valores Establecidos), y me había tragado mi orgullo de varón, olvidándome de que existía un concepto llamado dignidad. ¿Cuándo había sido eso? ¿Centurias atrás?
...Ahora éramos los únicos sobrevivientes de la guerra nuclear.
Ella y yo, en un mundo hecho trizas.
Entonces fue cuando me vio: una silueta oscura confundida entre los escombros, con barba de mes y
medio, y mugre contemporánea.
Percibí su miedo, que se abría camino dolorosamente por entre el peso de su soledad. Sentí a mi vez que mi propia soledad se derretía, agriándose con la secreción de mis recuerdos.
Cuando estuve más cerca me di cuenta de que me reconocía.
Identifiqué con claridad una luz de alivio en su mirada, una alegría incipiente y acaso alguna cosa más.
Y no hice sino sonreír sin humor: una mella sarcástica en mi expresión terrosa.
Vi en sus ojos muy abiertos que no comprendía. La desconcertaba mi actitud distan-te; mi mueca reavivaba sus inquietudes.
Y siguió sin entender, sin poder explicarse nada, hasta que yo, con la misma sonrisa -herida congelada, dejé caer los restos de mi pantalón, y ella supo por fin lo que me había hecho aquella maldita esquirla perdida..., casi al principio de todo el holocausto.
C. M. Federici (Uruguay)
Publicado en la revista digital Minatura 149
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