Cada mañana, a primera hora del alba, cogía el metro para desplazarse al otro lado de la ciudad. Aprovechaba entonces para quedarse dormido y recuperarse del sueño atrasado que iba acumulando. La costumbre lo había convertido en puro automatismo. Nunca se había pasado de estación. Un minuto antes de llegar, se despertaba, se incorporaba y se preparaba para la salida. Aquella mañana fue distinto. Mientras dormía, sintió una presión molesta en el estómago que le obligó a abrir los ojos. Se encontró frente a él, de pie, a una hermosa mujer que musitó unas disculpas. Ni siquiera contestó. Siguió mirándola como si se tratara de una aparición. Pensando que ya no podría volver a cerrar los ojos. Insistiendo en que, si una mujer así era capaz de mantenerlo despierto a esas horas, podía mantenerlo despierto toda la vida. No se percató siquiera del gotero que sujetaba en su mano. Ni entendió sus palabras:
Tranquilo, te vas a poner bien.
Isidoro Irroca
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