Andrés tenía una rara habilidad. Hacía música con cualquier cosa. Nos divertía con sus apuestas disparatadas. Siempre ganaba. Podía hacer música, con una hoja caída de un árbol, una botella vacía, dos piedras, la cáscara de un caracol y una pequeña caña…todo tenía para Andrés música en su interior o su exterior, nada carecía de algún sonido, que él, manejaba a su antojo.
La mayoría de los amigos amábamos las letras, él se quedaba solo, mirándonos y decidiendo qué tipo de instrumento cuadraba con cada uno de nosotros. Luego discutía con Antonio, que siempre tomaba a mal sus comparaciones, aun reconociendo el arte singular de nuestro común amigo.
Solíamos reunirnos los domingos. Todos trabajábamos los sábados y rara vez teníamos dinero para otra cosa más que, algún refresco tomado de manera comunitaria, sentados en la Plaza de San Felipe Neri.
Aquel domingo Andrés no vino. Nos extrañó mucho, él siempre era el primero en llegar, sentado junto a la fuente, nos recibía con algún concierto tan especial como su imaginación.
Entonces ni existían los móviles, ni teníamos dinero para llamarle. De hecho, creo recordar que en su casa no tenían teléfono, le avisábamos al colmado en el que trabajaba.
Nos alarmamos cuando al domingo siguiente, tampoco vino y decidimos, en lugar de quedarnos en la Plaza a cantar, llegarnos hasta su casa.
No quiso vernos, de hecho no quiso ver a nadie. Su madre nos explicó entre llantos lo sucedido. Aquel sábado el padre tenía permiso para ir de caza, era el primer día de la
temporada. Andrés detestaba la caza, pero su padre era un buen hombre que nunca le pedía favores. No tenía que hacer otra cosa que imitar a la perdiz . En el colmado le dieron permiso.
A las cuatro de la madrugada, salió con su padre de casa.
Andrés imitó a la perdiz y un tiro estuvo a punto de costarle la vida. El enorme estruendo le reventó el tímpano, dejándolo sordo.
No pudimos verle. No quiso imitar el silencio.
Mabel Escribano
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