En el centro del escenario, un personaje con un rudimentario traje espacial fabricado en papel de aluminio. O, más bien, envuelto descuidadamente en pedazos de este material. Del techo cuelga, al final de un largo tubo, una mas-carilla que él se coloca de vez en cuando, aspirando por ella con desesperación y voracidad. Sin embargo cuando habla lo hace pausadamente; combinando, con inusual juicio, locuacidad y prudencia.
ASTRONAUTA:
Falta el aire en esta cara de la Luna (Dice, y vuelve a colocarse unos segundos su mascarilla).
Se amplía ligeramente el radio de la luz que ilumina al personaje, hasta el momento un foco centrado exclusivamente en él, y finalmente advertimos un paisaje lunar, al tiempo lúgubre, alucinante y fantasmagórico: unos cráteres grises de cartón piedra sobre el suelo, árboles de troncos retorcidos, muertos –por ramas, garras huesudas que intentan cogerlo–, hongos cuyos excéntricos colores delatan su veneno... Una vez que el público ha tenido tiempo de advertir estos detalles, al ampliarse nuevamente el radio de la luz, comprendemos que el audaz astronauta se encuentra encerrado entre cuatro paredes, en una habitación acolchada. Se oyen constantes susurros, conversaciones o monólogos de los que no se pueden distinguir las palabras: voces humanas de dudosa procedencia que parecen llegar de todos lados… Cercando, acosando, al extraviado explorador.
Tiene la mirada perdida en el infinito, como no dirigiéndose a nadie en particular. Y al tiempo, a todo el mundo. A pesar de encontrarse en la Luna, es la viva imagen de la gravedad. No gesticula ni declama afectadamente ni hace aspavientos: nada en él podría sugerir histrionismo. Se diría ausente, totalmente sumido en sus propios pensamientos o en una profunda angustia interior. Quizá, sabiéndose habitante de un pozo profundo; habituado a la idea de que hasta él nadie pueda llegar.
(Quitándose la mascarilla y separándose definitivamente de esa suerte de cordón umbilical que se ha convertido en su único sustento.) Este mundo, yermo y oscuro, amenazador, en nada se parece al que ven desde la Tierra. La lógica que aquí reina no es la misma a la que están acostumbrados los brillantes cerebros que me han enviado a esta base. Ellos no tienen experiencia directa del viaje; no pueden entender los peligros que me acechan. Sólo los peregrinos que han llegado hasta aquí saben: conocen la incomunicación, la muda soledad. También los cosmonautas del Apolo XI experimentaron la turbadora desazón que causa este absoluto silencio. Y ellos se vieron obligados a sufrirlo sólo duran-te cuarenta y ocho minutos… (Por una vez, su rostro sereno, lleno de dignidad, se contrae en una mueca de dolor.) ¡Cuarenta y ocho miserables minutos! Yo ya llevo aquí… no recuerdo cuánto tiempo (Los globos oculares se mueven febrilmente, como buscando la respuesta en el aire.) En la cara oculta de la Luna, la única voz que se puede escuchar es la propia: un eco dentro de la cabeza. Por eso el astronauta habla tanto consigo mismo: para recordarse que, aun-que a veces llegue a dudarlo… la humanidad sigue existiendo. (Pausa.) Si yo pudiera (Una tímida esperanza contenida, apenas perceptible, se enciende en sus ojos y en su voz.)… Pero no puedo (La fugaz chispa muere definitivamente.): la cara oculta de la Luna es el lugar más sordo a los mensajes de la Tierra que existe en el Universo. ¿Acaso quien vive aquí, desterrado, podría comunicar con su antiguo planeta? Cualquier señal de socorro se pierde en el espacio infinito. Hasta esta cara de la Luna tampoco llegan las palabras de consuelo y ánimo de médicos, familiares y amigos. El improvisado astronauta depende sólo de su pericia para volver entre los suyos salvo y… sano (Un cierto rubor parece teñir sus mejillas. Tras el titubeo inicial, al pronunciar esta palabra su expresión denota nerviosismo. Tal vez, incertidumbre o incluso embarazo.) Y de su voluntad, para emprender el viaje de regreso (Reconquistando su acostumbrado aplomo.) La Luna muestra sólo una cara a la mayor parte de nosotros. Como hacemos todos, procura enseñarnos su mejor perfil, su rostro más amable. Ése recorrido por pintorescos relieves que lo vuelven vagamente humano: una cara juvenil poblada de espinillas y puntos negros. ¡¿Cómo no sentir simpatía?! (Sonrisa resignada.) Sin embargo Ella posee otro rostro mucho más inquietante… Sólo quienes lo hemos pisado conocemos su secreto (Abriendo desmesurada-mente los ojos ante una amenaza aterradora que el público no alcanza a ver.).
El foco se apaga súbitamente con el sonido de una palanca, como si hubiesen saltado los fusibles de la luz. Quizá, definitivamente, los de la conciencia.
Premio Extraordinario de Soliloquio Teatral Hiperbreve Concurso Internacional de Microficción “Garzón Céspedes” 2012
Salomé Guadalupe Ingelmo (España, Madrid)
Publicado en Los Cuadernos de las Gaviotas
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