Llevábamos más de veinticinco años inmersos en una guerra total. La Tierra estaba dividida en dos bandos irreconciliables, y en las fronteras que los delimitaban se libraban combates virulentos, en los que se alternaban victorias y derrotas, sin que ninguna fuera definitiva para terminar el conflicto. Sin embargo, nuestro alto mando ideó una gran ofensiva, basada en el factor sorpresa y en una nueva y definitiva arma total. Con ella, nuestros bombarderos destruyeron las primeras líneas de defensa enemigas, y los blindados avanzaron, disparando sus bombas alfa, que eran capaces de anular la capacidad de resistencia del enemigo. Avanzamos cientos de kilómetros en todas las fronteras del planeta. Dos semanas después, a punto de llegar a la capital principal del otro bloque, las unidades avanzadas capturaron uno de sus aviones estrella: el Luz Roja. Era su arma más importante, y ahora estaba en nuestras manos. Con rapidez lo trasladamos hasta nuestra base central, lejos del frente.
Desde entonces han pasado varios meses. La guerra no ha terminado. Peor aún: no ha habido vencedores, y dudo que haya siquiera supervivientes. Mis manos apenas pueden escribir en el ordenador las últimas observaciones sobre una guerra absurda, y mis compañeros, que yacen a mí alrededor, muertos o moribundos, como la mayoría de la población de la Tierra , poco pueden hacer por ayudarme. Y es que nosotros nos creíamos en poder del arma definitiva, pero en realidad la tenía el enemigo. El Luz Roja no era sino una trampa, un caballo de Troya, el último recurso de la desesperación: todo él estaba radiado con un mortífero virus que se activó y expandió con rapidez poco después de abrir la portezuela principal de acceso al aparato, y contra el que no hay vacuna posible.
Francisco José Segovia Ramos, (España)
Publicado en la revista digital Minatura 120
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