Cuando la III Gran Guerra hubo concluido, las mentes militares más preclaras anunciaron lo que ya era obvio: si los postreros yacimientos de hidrocarburos habían motivado el último conflicto planetario, sería el control del agua potable el que sin duda diera origen al próximo estallido bélico. Sin embargo erraron en sus cálculos, y antes de que ninguna de las potencias lograra el control sobre las grandes reservas de agua dulce del casquete polar antártico, el abuso de las armas termonucleares contaminó con un manto de muerte la atmósfera y el aire que respirábamos. Fue sólo por un extraño azar que sobreviviese, aislado en esta estación experimental que no es sino un oasis bajo un invernadero gigantesco. El resto de mis días, y con ellos la agónica extinción de mi especie, serán tan largos como solitarios.
Pablo Solares Villar (España)
Publicado en la revista digital Minatura 120
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