En un futuro tan futuramente futuro que la luz, cansada de correr, apenas será más veloz que el sonido, y la gravedad se habrá aburrido de atraer masas ingratas, siempre dispuestas a la fuga, se desatará una guerra universal y final. A esa altura de las cosas nadie le encontrará el menor sentido a luchar y morir por un escasísimo recurso natural, o para vengar el secuestro de una rubia despampanante, o para alcanzar un paraíso místico y eterno, porque casi todos los recursos naturales habrán sido consumidos, de los planetas no quedará más que cáscaras vacías; la última rubia despampanante será una incierta, perturbadora memoria del pasado; y los más delirantes paraísos místicos ya habrán sido construidos y destruidos, una y mil veces. La última guerra tendrá un vencedor que no festejará su victoria, que no será recordado ni alabado, ni siquiera reconocido, porque el trofeo de esa última guerra será el efímero privilegio de reiniciar la cuenta del Tiempo y el Espacio. Cuando llegue la hora, los últimos sobrevivientes unirán los restos de voluntad, materia y energía para fabricar un óvulo hipermasivo y solar. Lo sumergirán en una nebulosa proteínica, y luego liberarán en sus coloridas fronteras una manada de espermatozoides sintéticos y gigantes, anabolizados y hambrientos, naves portadoras de leyendas y cultura, piloteadas por representantes de cada raza. Al dulce llamado de feromonas estelares responderán con primitivos gritos de guerra. Lanzados hacia el ansioso megaóvulo, los salvajes espermatozoides se trenzarán en sangrienta batalla. Justo antes de que el universo, desahuciado, se contraiga en la más perfecta inexistencia, un nadador brioso atravesará la corteza y, antes de fundirse y desparramar su legado, pronunciará la Palabra mágica que volverá los relojes a cero: -¡Bang! Y será la nueva Luz.
Martín Andrés Hain (Argentina)
Publicado en la revista Minatura 120
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