En la casa de mis abuelos maternos, en Lanjarón, pasé largas temporadas en mis años más tempranos. Recuerdo veranos eternos en los que jugaba con otros niños, amigos de la infancia que ya no sé por dónde andan, corriendo, descubriendo, fantaseando por veredas y caminos de mi amado pueblo.
Las mañanas eran soles de tortas de cabello de ángel o bollos de azúcar, de piar de pájaros y campanas de iglesias en mitad del silencio. Las tardes, más sosegadas por culpa del calor, eran ensoñaciones en las que nos perdíamos jugando al escondite o inventando historias para ocupar el tiempo y el espacio. La noche era lugar para que grillos y luciérnagas habitaran y crearan el misterio.
En la memoria, sobre todo, queda una ventana misteriosa que estaba situada justo enfrente de la habitación donde yo dormía. Una ventana que permanecía cerrada durante el día y que al anochecer, como por arte de magia, se abría, mostrando un interior poco iluminado, repleto de estanterías y anaqueles, misteriosamente ubicados. Algunas noches, curiosidad infantil, me quedaba agazapado, escondido entre las sombras del dormitorio, esperando ver al habitante de aquella habitación de enfrente, pero nunca supe quién entraba allí. La imaginación, hay que decirlo, juega grandes pasadas, buenas y malas, y siempre creí entonces (algunas veces, incluso lo sigo creyendo ahora) que allí enfrente, en aquella casa desvencijada cuya ventana del piso superior tanto me atraía, vivía una bruja.
Algún día, si el tiempo y la imaginación me lo permiten, escribiré la historia de aquella intuición.
Francisco J. Segovia -Granada-
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