Tan extraña sensación la inexistencia
que bebíamos jarras de nada espumosa,
bailábamos acorde al entrechocar de tibias,
o parloteábamos silencios que atravesaban
la risa burlona hincada tras la nuca.
La caldera de Botero bufaba lejana
y nos asolaba de veranos apreciables
en aquel jirón de carne pútrida y resistente
que todos atesorábamos entre el diente.
Hasta los más osados, cadavéricos inconmensurables,
fornicaban en un eterno vaivén maníaco
chirriando sus junturas, desguazándose en pedazos,
remuriéndose inútiles como su pacato orgasmo.
MANUEL JESÚS GONZÁLEZ CARRASCO -Madrid-
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