El otro Waterloo
Mi vuelta tras Waterloo no fue como yo había imaginado. Nada de desfiles y multitudes clamando a los héroes. Ni rastro de las bellas mujeres deseosas de cuidar a los valientes heridos en la guerra. Solo un muy poco acogedor hospital en mitad de la nada donde nadie pudiera ver de cerca las atrocidades del conflicto bélico y donde los doctores pudieran llevar a cabo sin impunidad sus macabras prácticas.
Porque después de Waterloo, después de jugarnos la vida, muchos sin conocer la verdadera razón, reclutados con engaños y mentiras, fuimos utilizados como conejillos de indias por médicos sin escrúpulos.
En mi caso, al despertar tras ser alcanzado por un proyectil enemigo, pude comprobar con estupor que en el lugar donde debiera estar de mi brazo, joven y carnoso se encontraba una aberración mecánica llena de válvulas y tornillos que se movía con autonomía propia. Solo tuve que levantar un poco la vista para ver a más compañeros de batalla que anteriormente hombres como yo, ahora alguien había tornado monstruos. Piernas de hojalata, cavidades oculares rellenas de material metálico, caretas de bronce que ocultaban rostros quemados…
Pasaban los días y cada vez deseaba con más ahínco haber muerto en el fragor de la batalla. Durante el día postrado en la cama el tiempo resultaba eterno, recordando a los caídos y a los que dejé en el hogar antes de partir. Durante las noches era peor si cabe, ya que las pesadillas de la cruenta lucha me hacían despertar infinidad de veces bañado en un desagradable sudor frío.
Hubo de pasar mucho tiempo para que los engendros mecánicos de Waterloo empezáramos a aceptarnos a nosotros mismos, para que sucediera algo, antes tan común, como que volviéramos a mirarnos en un espejo. Lamentablemente y para siempre, para el resto de la sociedad, sólo seriamos unas cuantas bajas más de las muchas contabilizadas en combate.
Azahara Olmeda Erena(España)
Publicado en la revista digital Minatura 116
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Hace 10 horas
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