sábado, 3 de septiembre de 2016

SENTADO CON PALINURO EN EL PARQUE VIDAL JUNTO A LA GLORIETA.


La arcilla está hecha de incontables misiones
y del veneno de esponjosos murciélagos
sin ojos para viajar a Estambul o Egipto,
por un tren hacia Vladivostok
o vibrar con una polaca en un hospital de muertos,
y como el tío Esteban sin ver,
por la embolia de ocho marinos,
y abrigarse en la cabeza de una derrota
y luego mirar como cae la lluvia en los ojos de los muertos.
Nos hemos perdido en los años duros
sin domesticar a lo bola de cebo los pezones
o como el tío Esteban, la afición por los riñones flotantes.
La vida y yo nunca hemos entrado a ver el sombrero de New York,
aunque crecimos en la mugre de las lenguas;
en familias con pie de madriguera y ojos de escarcha
—sin pabellones, viajes marinos, sin Estefanía—.
La soledad perdura en los incontables hipódromos,
aquellos que la convalecencia nos hace contra el oprobio,
en el tragaluz del ciego, el loco, el ceramista,
el oftalmólogo que sueña encontrar a Paracelso.
La soledad hace el amor desesperada
en los arbustos, los parques, los epigramas;
convalecencias del opio que no lucen
ni las modas ni los acuarios,
—ni prisioneros como el tío Esteban en los gloriosos Cárpatos—.
La soledad, esta Siberia mía, no tan lejos si uno ha muerto,
tan inhóspita con sus vendavales y disputas,
donde a uno le sobran años para llorar por una polaca
y a otros por un hueso que cuelga de los panteones,
los panteones de los que eligieron tras la verja.

Tío Esteban, ni los muertos imaginamos cómo es la ausencia o cómo se funda. Si algún pecado de los que Judas me ha dicho me acerca a ti, tan dócil con las enfermedades del alma y tan absurdo por hablar en la mesa de familia, las cotidianas heridas (que a Estefanía, como a los nombrados regionarios públicos, le daba nauseas). Si por algún pecado estoy contigo en las cercanías de Vladivostok, Hong Kong o San Francisco, lavando las usureras almas que hoy convive en mi coche, en mi hospital de espirilos y emblemas, en el retrato que separo por dignidad de Jesucristo; en mi muelle de provinciano que embargo las vísceras y los diarios, con el miedo de no encontrar a Estefanía en las pocas viudas que me he podido templar. Si me encontrara contigo en los muros, en los trenes antiguos que de noche, a su paso por mi casa, escapan con los muertos a Escocia, a otra ciudad que desconozca los hospitales de Edimburgo y donde se pueda escuchar Jazz o danzón, con viudas que tienen el alma de Estefanía y como tú lo hiciste, comer con ellas macarela al vino blanco en Bourbon Street. Si lo encontrara, jamás pasaría de largo sin reconocer en la calle, las huellas que le dejó la polaca; porque esta vez no sería en la New Orleans de aquella época (llena de gente rara y sucesos extraños), será aquí en la arcilla de los regionarios, quizás, sin coñac y con el vaivén de los coches, quizás con muy pocos animales jugando a la salvación o la gloria, fuera del Arca.

No somos los viajeros del coche,
aunque a veces nos olvidamos de las prostitutas con moral
y la soledad nos cae de sus títulos,
nos amordazan la estampida en los sueños del sábado,
cuando apenas echamos la estocada,
y en otra época no tan de oro como la del tío Esteban.
Detrás viene el cochero dándonos con el látigo,
atascados en la nieve que no hemos padecido aún.
No somos el viajero del coche ni el sentido del humor
y nuestra gratitud se ha hundido
como se hunden los barcos y las carrozas sin pólvora
y en los nombres de Altagracia, confiada en los jardineros,
¿a quemado usted las hojas secas?
No somos los califas que se ahogaban en aljibes
pero sí la enunciación de un salmo que trasiega
por los cementerios ocultos.
No somos el viejo y el mar
aunque todos estuvimos con él,
en los océanos de su excelente fantasma
y guardaríamos como el tío Esteban,
sus ropas por aquel olor a prismáticos,
puestos al revés en miniatura,
contemplando la ceremonia tan lejos todavía.
No todos podemos ser el tío Esteban
ni viajar a Vladivostok, y saludar desde un tren,
ni guardarnos un fusil rexer,
ni abrir la puerta del ropero para que salgamos
los colgados de esta luz que escuchan el danzón
en la retreta del domingo
y que el danzón y la banda —como esas cartas de emigrantes—
glorifiquen las fábulas del dolido,
el menesteroso que aparenta su vocación de héroe que salva;
así mismo de las aves del cielo de siete en siete,
macho y hembra
para conservar simiente sobre la faz de la tierra.
Palinuro y yo necesitamos un viaje a la capital
y cuando la ciudad solo sea una sombra a las espaldas,
encontrarnos con aquel hombre de Cirene,
llamado Simón,
lo tomaremos por fuerza para que cargue él la cruz.

Noé, le he puesto los clavos en las palmas de sus manos.
A veces pienso que soy
la mitad de todos los pecadores que más odio.

Del libro Sentado en el aire de Juan Carlos Recio -Cuba-
Compartido por Claudio Lahaba

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