Por Juan Carlos Céspedes Acosta
Esta mañana me asomé a la puerta, sin llegar a salir totalmente, mirando a todos lados a ver si veía algo extraño. Después de tantas noticias malas confieso que me da pavor salir. El ruido de cualquier motocicleta me hace temblar como paciente próximo a un examen de próstata. Doña Cleto, siempre fiel a su arte de asesinar el alba con su escoba, me pregunta por qué no salgo. Le respondo que vigilo que no haya peligro a la vista. Ante la presencia de la tal señora y previendo la posibilidad de darle material a su purgante lengua, decido poner un pie afuera, no sin antes echarme tres bendiciones y asegurarme de que el celular no estuviera visible a los ojos de este nuevo cartel que azota a la ciudad, y que parece le quedó grande a la policía. Digo celular, la verdad es que es una antigüedad de esas que no traen cámara, juegos, música y menos internet, pero por ello más peligrosa porque podría enfurecer a los atracadores que verían perdido su tiempo.
Reconozco, sin sonrojarme, que estuve viendo videos de Bruce Lee, Karate Kid, Chuck Norris, Moreno de Caro, Edgar Perea y algunas sesiones del Congreso para poder sentir que era capaz de enfrentarme a los bandidos que tienen de ruana esta tierra. Me armé con libros de Walter Risso y del ex padre Gallo para utilizarlos de proyectiles, o en el peor de los eventos, amenazaría a quien se ponga en mi camino con un día de radio con el guache del señor Pinzón (la «Nena» Jiménez le haría los mandados), el número uno, según la fuente confiable de él mismo.
Iba envalentonado así por la calle cuando de pronto sentí un grito espeluznante, era como si el diablo me hubiese espantado, y eché a correr con libros y todo. Me puse a salvo detrás de un árbol y miré con cautela lo que pasaba, era un niño al que se le había caído su lonchera. Menos mal que nadie me vio sino mis enemigos tendrían suficiente expediente para joderme toda la vida (a propósito, no pierdan el tiempo amenazando ni insultando por mi correo). Caminé como si nada, disimuladamente me acerque al crío y sin que su madre lo notara le di un pellizco para que no fuera alevoso.
Después me senté en un parque a tomar aliento y puse los libros a mi lado sin preocuparme por ellos (¿quién iba a tener el mal gusto de robármelos?) y me puse a pensar cómo había cambiado Cartagena. Cómo se había llenado de malhechores, de invasores, de sicarios, de empresas sin sentido social, de gacetilleros para después vender un libro, de idolatras, de oportunistas, de políticos de otros lares (vayan a ver sus pueblos saqueados); y los raizales cada día somos más tontos, más extranjeros, más cobardes… Sí, tengo miedo de esta ciudad que ya no es mía, de enfermarme y caer en las manos del sistema de salud, de las empresas de servicios que ya no son públicos, del abrazo efusivo de algún político que no me reconocerá más, de algún sicario que me matará sin yo saber porqué… En esas estaba cuando vi a Epona de manos con Ubaldo que se dirigían a un recital del poeta Mario Alviz (la revelación de los artesanos) y para anestesiarme un poco de tanto miedo, me fui con ellos… ¿Los libros? Allá los dejé en el parque para que se instruyan los gamines.
Publicado en el periódico digital La Urraka Cartagena
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