Día tras día Daniel va a casa de Susana recorriendo esas calles de anchas aceras, donde el sol no logra penetrar por los frondosos árboles que custodian el paisaje.
“Es magnífico ver como en pleno verano y siendo las tres de la tarde por esta calle se respira frescura” pensaba Daniel mientras una pequeña brisa se escurría entre los árboles haciendo temblar sus hojas.
Llegó a casa de Susana como el frescor del día, en su mano derecha un ramo de violetas hacía brillar los ojos azules de Susana. Daniel era su nieto pequeño, venía todas las tardes a compartir sus historias y una taza de té. Con él se sentía escuchada y reconfortada ante la mirada de asombro por sus narraciones.
Hoy Daniel no se sentó como siempre, en el sillón de la derecha, a esperar que su abuela viniera con el té. Fue directamente a una mesita llena de fotos que Susana tiene a un costado del salón, no escondida pero sí alejada del resto de los muebles. Tomó una que llamó su atención, en blanco y negro, desteñida por el tiempo, con bordes blanco y fileteado. Un señor con gafas, vestido de oficial portaba un sombrero rarísimo, observó al detalle sus botas y el uniforme pero no podía reconocer quién era.
Una voz desde la cocina asomó por la puerta diciendo:
–Es Alfonso, un novio que tuve allá… por mi juventud.
“¡Claro como iba a conocerlo!” pensó Daniel, incómodo por haber sido descubierto. Dejó la foto y se sentó en el sofá de la derecha a esperar el té que ya no tardaría.
Al momento, llegó Susana con el té. Humeaba la tetera, las tacitas rechinaban al paso de Susana. La azucarera se deslizaba de un extremo al otro de la bandeja, producto de los temblores que Susana sufría hacía un tiempo. Cuando Daniel vio a su abuela, le tomó las manos y juntos posaron la bandeja sobre la mesa.
Susana sirvió el té mirando por un momento a su nieto y esbozó una sonrisa, le acercó la azucarera para que él se pusiera los terrones que deseaba. Mientras Daniel revolvía el té formando espirales con la cucharilla le preguntó a su abuela:
–¿Cómo lo haces?
–¿El qué? –contestó su abuela.
–El saber donde estoy a cada minuto. Es como si me estuvieras mirando.
–Te conozco más de lo que te imaginas. Aparte, cada lugar de esta casa suena distinto –contestó Susana con una sonrisa.
Daniel bebió un sorbo de té, hecho de finas hebras con un toque de limón, el calor de la infusión entibió sus labios dulcemente y dibujando una sonrisa por la ocurrente respuesta de su abuela, siguió escuchando las historias de las fotos de la mesita.
–Mira –dijo la abuela acercándose a la mesita y tomando la foto de Alfonso–. Por ejemplo esta foto hace ruido a melancolía, Alfonso fue como te dije antes un novio mío, el primero que me besó y fue un beso de despedida porque se fue a la guerra. Esta foto me la mandó desde donde estaba. Ves, Daniel –dijo llamando la atención de su nieto y acercándole la foto–. Esta es la puerta del cuartel donde dormían, tiene una dedicatoria muy bonita que recuerdo como si fuera hoy: “Desde aquí te escribo amada mía, para decirte que el sabor dulce de tu beso lo guardo en mis labios, ansío el regreso para volver a tenerte entre mis brazos, para que mis labios vuelvan a sentir el sabor suave de tu piel” –al terminar colocó la foto en su lugar y miró a su nieto con ojos húmedos de emoción.
–¿Y las demás? –la curiosidad picaba a Daniel por saber el secreto de la mesita.
Observaba a su abuela que estaba parada junto a la ventana y un rayo de sol iluminaba su cara, sus facciones regordetas marcaban el paso del tiempo, su pelo envolvía mágicos recuerdos que de su mente brotaban a medida que Daniel le preguntaba. Sus manos temblorosas y sedosas con leves deformaciones tomaban cada retrato con un cuidado amoroso, hasta que llegó a la última. Miró la foto detenidamente y observó a Daniel que estaba sentado en el sofá semi-recostado con una mano en la barbilla, miró al detalle la postura de su mano, el dedo pulgar sosteniendo la barbilla, el índice jugando con un bigote que Daniel no tenia pero sí tenia el señor de la foto, y el dedo mayor dibujaba la pícara sonrisa que asomaba siempre en los labios de ambos.
Susana no pudo contener las lágrimas que se agolpaban en sus lagrimales por querer salir a mostrar esa pena que su alma escondía. Entre llantos y sonrisas dijo:
–Te pareces mucho a él. Esta última foto suena a amor, pena, tristeza, alegría, abandono, compañía. Suena a muchos sentimientos, que a lo largo de mi vida marcaron mi corazón. Tú, Daniel, te pareces tanto a él. Eres paciente, atento, tus gestos todos me retractan su presencia. La postura de tu mano, el detalle de las violetas de cada día, en fin, puedo seguir relatando las similitudes que tienes con él –colocó el marco en su lugar y secándose las lágrimas se acercó al sofá para beber su té. Se acomodó en él bajo la atenta mirada de su nieto y después de saborear el té, casi frío, como a ella le gustaba. Miró a Daniel a los ojos, que deseosos preguntaban: “¿quién era el señor de esa foto, que tanto amor provocaba en las palabras de su abuela?”
–El señor de la foto es tu abuelo, que murió el mismo día que nació tu padre, al igual que tú, que naciste el mismo día que murió tu padre. ¿Comprendes, Daniel? Tienes muchas cosas en común con tu abuelo, no sólo en lo físico, sino también en las casualidades de la vida, que es tan compleja.
Terminaron el té cuando el reloj cantaba las seis de la tarde. Daniel contento por saber más cosas de su abuela y desvelar el secreto de las fotos de la mesita. Salió de la casa de Susana para volver al otro día, justo a las tres de la tarde, para escuchar otra historia de un rincón de esa casa que sabe a recuerdo.
Graciela Giráldez -Argentina-
Publicado en Suplemento de Realidades y Ficciones 56
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