sábado, 23 de febrero de 2013

LET’S DO IT (LETS FALL IN LOVE)


El salón estaba colmado. Sus arañas de caireles lo iluminaban magníficamente. Tenía una gran entrada de puertas con vidrios biselados y el techo repleto de luminosos vitreaux traídos especialmente de Francia.
            Sobre Paraná, entre Corrientes y Lavalle, el afamado “Chantecler” supo ser bar rantifuso, lugar de tango, cabaret y salón de baile. Sobre la década del ’30 fue uno de los salones más finos de toda Sudamérica, compitiendo de igual a igual con los mejores de París. Allí, se daba cita lo más granado de la sociedad porteña de esa época. Las damas de largo, las perlas brillaban en sus cuellos cual lágrimas en la noche. Los caballeros de riguroso esmoquin, la fiesta estaba en su apogeo.

            La orquesta tocaba meliflua una versión aporteñada de “Let’s do it”, canción de jazz lenta escrita por Cole Porter, de 1928, que años más tarde inmortalizaría el genial “Satchmo”. No había llegado a Buenos Aires ni las lacas ni el nylon, por lo que las damas estaban vestidas en su gran mayoría al “Charleston style”, con bellísimos casquetes pequeños y ajustados. Mientras ceñían imperceptiblemente sus pelvis a los impecables pantalones de fina raya, los charoles guiaban suavemente los pasos de las parejas abrazadas en la pista. La lenta y deliciosa música embriagaba los corazones de los comensales y el salón se iba llenando poco a poco.
            La canción era para bailar con la cabeza sobre el hombro del compañero. No podía ser de otra forma. Mientras los romances se tejían y las madres miraban de soslayo, un negro – seguramente de allende el Río de la Plata – susurraba delicadamente “let’s fall in love” y el piano marcaba los pasos y los corazones.
            Estaba allí toda la aristocracia porteña, en sus años de oro. Era el mejor salón de bailes de la Argentina. La cosa estaba allí, en ese instante. Los mozos iban y venían con sus bandejas cargadas en alto, repletas de copas de fino cristal con el mejor champagne que podía pagar la plata proveniente del ganado y del trigo de las pampas.
            Y las parejas danzaban, quedamente, danzaban y danzaban. Y el negro de voz almibarada repetía “mamma, let’s fall in love”.
            Pero súbitamente, entró al salón alguien que no era de allí. Todos los ojos bailarines se posaron en él. Todos. En primer lugar no tenía esmoquin. Vestía un traje cruzado gris, en la cabeza un sombrero ladeado y por todo moño o corbata, un lengue abrumadoramente blanco. En sus pies se adivinaban gastadas polainas de cuero. Y en sus ojos, una fiera mirada.
            Abrió las puertas del salón de par en par y al menos doscientas miradas se dirigieron a él. Pues no era el extraño en sí el que venía a alborotar la quietud y el romanticismo de ese momento cargado de arrobamiento. No. Era lo que el hombre con el pelo prietamente engominado portaba entre sus manos: una tremenda, gigantesca y negra ametralladora.
            Amenazante como un tifón de Dios, se paró con sus piernas separadas y apuntó a los comensales. Las mujeres más cercanas a la puerta comenzaron a desvanecerse en brazos de sus hombres. Los aristócratas de doble apellido no atinaban a emitir palabra. El hombre de gris empezó a avanzar entre las parejas arma en mano, sin decir sonido. Sin embargo, les apuntaba a todos por igual, sin discriminar rubias de morochas, altos de bajos. Era la democratización que al fin pedía el país, pero hecha fechoría.
            Mientras caminaba, atisbaba por sobre los hombros, como buscando algo. Alguna que otra delicada fémina susurraba “¿No es el Petiso Orejudo?”, otra decía “¿No es Clyde?”. Los hombres, entre susurros, las acallaban con un tímido “shhhh”.
            Cuando el hombre llegó al medio del salón, bajo una enorme araña de transparentes cristales, parece que divisó su objetivo. En una mesa, una hermosa mujer vestida enteramente de blanco, con su cabello rojo recogido en un rodete, estaba con un pequeño dormido entre sus brazos y presumiblemente al lado, su marido. Cuando vio avanzar hacia ella al hombre misterioso, sus ojos esmeralda se agrietaron cual ostras del Pacífico. Sólo atinó a abrir bien grande su boca cuando ocurrió.
Y el hombre de saco cruzado soltó: “¡¡ Le querés decir al nene que no se olvide más la ‘metralladora’ de baquelita en casa cuando vos y el gil de tu dorima vienen para acá!! ¡¡Que después todo el mundo se piensa lo peor de mí!! ¡¡Che, hermana, dejate de joder!!”

Y la música, lenta e imperceptiblemente comenzó a escucharse de nuevo.


Carlos Alejandro Nahas
Publicado en la revista Todas las Artes Argentina

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