domingo, 24 de febrero de 2013

GERMÁN


Varios cabos, recogidos en forma de bobina sobre la cubierta principal de popa, servían de asiento al pequeño grupo de engrasadores y marineros que todas las mañanas,  a las ocho y media, interrumpían su trabajo para desayunar. Amarrado, con una mar en bonanza, el barco permanecía casi tan estable como la tierra.

La tripulación del Mina Senta, un carguero de ciento diez metros de eslora dedicado al transporte de cabotaje, esperaba pacientemente el final de la huelga de los estibadores que debían vaciar sus bodegas.

Acabado el descanso, volvieron todos a las faenas  habituales que se llevan a cabo en puerto, por regla general, bastante diferentes de las que se realizan durante el tiempo de navegación. Salvo algunas excepciones, no era necesario trabajar por la noche ni hacer turnos, toda la tripulación comenzaba a la misma hora por la mañana temprano y a las seis de la tarde acababan la jornada. El contramaestre había decidió dedicar el día a tareas de pintura en la proa y hacia allí se dirigió con sus tres marineros. Por su lado, el caldereta quiso aprovechar para limpiar de grasa y hollín los mamparos interiores de la sala de máquinas, desde la sentina hasta la punta más alta de la chimenea. Los tres engrasadores comenzaron por el nivel más bajo, limpiando con trapos, estropajos y escobones hasta donde alcanzaban con los brazos; una vez terminados los dos primeros pisos instalaron andamios improvisados con viejos tablones apoyados en algún saliente. A partir de este segundo nivel no había plataforma, las paredes ascendían en vertical alcanzando la altura de tres o cuatro pisos, hasta llegar al nivel de la boca de la chimenea. Según subían, las paredes iban estrechándose y disminuía la luz. Manuel tuvo que abrir, desde el exterior, las dos lumbreras metálicas situadas en la parte más alta de la sala de máquinas para iluminarla un poco más; mover esas grandes planchas no suponía mucho esfuerzo para personas fornidas, habituadas al trabajo duro, pero para un joven estudiante como él, acostumbrado a levantar sólo el peso de su bolígrafo, esta simple acción se convertía en algo casi heroico.

Durante el verano era habitual ver a estudiantes de la marina mercante trabajando en los barcos; suponía una buena oportunidad para ganar dinero y afrontar el siguiente curso con el bolsillo lleno. De esta forma podían también conocer en la práctica su futuro trabajo, si bien, una vez acabados los estudios, formarían parte del grupo de oficiales, pasando a ser responsables de aquellos con los que ahora trabajaban. Germán, compañero de Manuel, estudiaba la especialidad de puente y por tanto, le pusieron a las órdenes del contramaestre. Ambos eran buenos camaradas. Hay circunstancias en la vida que propician la amistad y el acercamiento entre los seres humanos, como este primer alejamiento del hogar familiar para sumergirse en un ambiente ajeno y totalmente nuevo, rodeado de personas desconocidas, conviviendo día tras día, a todas horas, en un espacio reducido.

Después de diez días parados en el puerto llegó la esperada noticia de que los estibadores habían terminado la huelga. En unas horas descargaron las bodegas y a las ocho de la tarde se iniciaron las maniobras para hacerse a la mar. Los marineros se afanaban por la cubierta retirando escalas y cabos. En la sala de máquinas el primer oficial junto con el segundo, el caldereta y el engrasador, arrancaron los motores y permanecieron  atentos a las indicaciones que llegaban desde el puente, acompañados de un ruido ensordecedor. El caldereta dio a Manuel la instrucción de ir inmediatamente a abrir la tapa de la chimenea. Para Manuel esta era otra de las maniobras heroicas; había que salir al exterior, subirse a la parte más alta del buque, hasta una plataforma de unos cuatro metros cuadrados, y allí levantar la tapa, una pesada pieza redonda de metal. Después de un gran esfuerzo consiguió hacerla girar sobre sus goznes y darle la vuelta.

Rumbo oeste, hacia el cabo San Vicente, haciendo antes escala en Huelva para cargar mercancía. De nuevo la rutina de la navegación, los turnos de guardia, dormir de día, trabajar de noche y después a la inversa.

Manuel y Germán, ilusionados aún por su primera experiencia marinera, observaban con cierta incomprensión la imagen de hastío y tristeza que se dejaba ver en la tripulación experimentada. Les gustaba hablar de lo que habían estado haciendo durante las guardias, comentar cualquier detalle, por nimio que fuera; todo les parecía interesante y novedoso. Especulaban sobre sus futuros viajes, una vez terminados los estudios y  los diferentes continentes y países que iban a conocer. En el futuro no se dedicarían, como en esta ocasión,  sólo a recorrer la costa, su meta era darle varias vueltas al mundo, llegando hasta el último rincón.

Al ir a dormir, el imponente ruido de los motores de la sala de máquinas llegaba a los camarotes transformado en  un suave ronroneo; unido al sonido de la mar componía una  música que acompañaba  el sueño, como  una  nana, mientras el cabeceo y balanceo del buque mecían la cama en un permanente vaivén desacompasado.   Desde la portilla  del camarote, situado a la altura de la litera alta, Manuel observaba las ondulaciones del agua y la costa lejana. De noche el ojo de buey parecía la entrada angosta de una cueva negra e infinita

Al  mediodía llegaron a Huelva. El práctico subió a bordo y comenzó a dar instrucciones mientras el remolcador llevaba el buque a puerto. Una vez llegaron a su lugar en  el muelle empezaron las maniobras de atraque. El contramaestre indicó a los marineros que se situaran a proa y a popa para iniciar las maniobras de amarre de costado; salvo Germán, todos conocían bien su oficio. Desde tierra dos operarios anudaron a los bolardos los cabos que les lanzaron desde el barco; los marineros comenzaron a girar los cabrestantes mientras las amarras, al enrollarse, iban acercando el buque hacia el muelle. Las estachas tiraban con fuerza de la embarcación, aguantando el enorme peso de sus miles de toneladas. Una de ellas no soportó la tensión y se rompió, barriendo la cubierta como un látigo descontrolado. Germán, haciendo que hacía, sin saber muy bien como ser útil, la encontró en su camino. Como una guadaña en un movimiento certero de siega,  pasó por su cintura. Cayó al suelo. Todos acudieron en su auxilio, pero fue inútil. Su joven cuerpo, partido en dos, yacía muerto sobre cubierta.


DUARDO R. AYLLÓN (Madrid- España)
Publicado en la revista Gaceta Virtual 74


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