Llegando a fin de año, nos sentimos impregnados por el clima de las fiestas, esencialmente la de Año Nuevo que marca el final de un año para dar lugar al comienzo de otro.
Hablamos de fin de año y de la palabra fin podemos desprender varias cuestiones: el fin como momento de concluir una etapa para empezar otra, y fin como objetivo.
El fin o final es un momento de concluir cuya importancia radica en que puede dar lugar a lo nuevo, lo distinto, lo singular. Quiero decir que se trata de un tiempo en el que se concluye una etapa, pero que no sólo no se cierra sino que puede ser una etapa que abra a otros fines, otras metas. Esto también está en la palabra fin cuyos sinónimos son también meta, objetivo, propuesta.
Se preguntarán qué tiene que ver esto con los hijos: si crecer es independizarse, la meta es que los hijos, cada hijo y cada hija, puedan dejar la casa de los padres para armar la propia vida en otro lugar, creado por y para ellos mismos. Para que puedan hacerlo, los mismos padres deben haber alentado el deseo de partir.
En el caso de los que vivíamos en alguna provincia, donde no había Universidad, no cabía ninguna duda de que íbamos a tener que dejar la casa de los padres para armar nuestra vida en otro lugar donde poder cursar los estudios universitarios. Ese hecho, alentaba tanto a los hijos como a los padres: los hijos debían partir.
Podríamos afirmar que es la ley de la vida: los hijos se independizan y dejan el hogar familiar.
Para los padres, que el hijo haya podido tomar la decisión de partir, debería ser lo “esperado”. Sin embargo, para los que dedicaron todas las energías al cuidado de los mismos, alejándose de intereses más propios como la realización personal en otro ámbito, son los que más tienden a padecer el síndrome del nido vacío y a esa cuestión voy a referirme en esta nota.
SUSANA GRIMBERG (San Juan-Argentina)
Publicado en la revista Gaceta Virtual 74
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