martes, 21 de agosto de 2012

FRAY LUIS DE LEÓN: “COMO DECÍAMOS AYER”


Por Juan Cervera Sanchís

Por su versión y comentarios de “El Cantar de los Cantares”, de Salomón,  Fray Luis de León fue procesado por la Inquisición y condenado a cinco años  de cárcel por lo que durante ese tiempo tuvo que abandonar su cátedra  en la Universidad de Salamanca, donde era catedrático de teología  y exégesis bíblica. Al retornar,  como  si  nada  hubiera  ocurrido, Fray Luis, quien pertenecía a la Orden de San Agustín, comenzó su clase diciendo:
 “-Como decíamos ayer”... La  frase  pasó a  la  historia.
 Fray  Luis de León  nació en Belmonte, Cuenca, el año de 1527. Murió en 1591 a los  64 años de edad.
Nos  dejó  una  breve, pero intensísima,  obra lírica, por lo que está presente  en todas las antologías poéticas de la lengua  castellana.
La  más  alta  aspiración de aquel alto y religioso espíritu que animó la vida de Fray Luis, fue, por supuesto la contemplación de la obra  del Máximo  Agente Divino y, para  ello, había que buscar la  callada y casta  “vida retirada”;  huir, pues, del “mundanal ruido”, seguir por “la escondida senda” elegida por los  “pocos sabios que en el mundo han sido”. Sabía Fray Luis  de León el esencial saber que la gran mayoría de los
seres  humanos hemos olvidado en todas las épocas. Él buscó, sabia y humildemente,  lo puro  religioso, es decir, lo religiosamente puro que únicamente es alcanzable cuando el ser aprende a  vivir consigo mismo y en la inmaculada contemplación,  donde las pequeñas ambiciones no hacen mella. Nos lo dice claramente
en esta musicalísima lira:

“Vivir quiero conmigo,
gozar quiero del bien que debo al cielo,
a solas sin testigo,
libre de amor,  de celo,
de odio, de esperanza, de recelo.”

Es la renunciación cuyo fin es la obtención de lo real y no de lo ficticio pasajero. El maestro de Salamanca es una lección constante de vida  verdadera en esos poemas suyos donde la perfección se contempla  a sí  misma. Y canta los deleitosos presagios celestes, que ya toca desde su  estado  contemplativo, no obstante residir aún en su calabozo carnal. Eleva así su voz, en llamada de atención a los distraídos mortales, para que despierten a la verdadera  vida que, para él, no es esta encadenada a múltiples engaños, sino aquella otra que ha de venir después del tránsito de la  muerte.
 Cree Fray Luis en la inmortalidad y la memoria de la conciencia y, por ende, en la esencia que las hacen posible. Es por eso que nos dice en sus  clásicas liras:

“¡Ay! despertad, mortales;
mirad  con atención en vuestro daño:
¿Las almas inmortales
hechas a bien tamaño
podrán vivir de sombra y sólo engaño?”

Y nos incita  más adelante:

“¡Ay!, levantad  los ojos
a  aquesta celestial eterna esfera,
burlaréis los antojos
de aquesta linsojera
vida, con cuanto teme y cuanto espera.”

 Señala que la vida es apenas un breve punto en el “bajo y torpe suelo, si se compara con lo que la espera entre el gran concierto de los resplandores eternales.” Allí si hay, en el sentir y en el imaginar de Fray Luis  de León, auténtica hermosura y verdadera vida; allí si hay justicia y los engaños no tienen cabida;  allí la belleza y el amor sí son reales; allí:

“...vive  el contento
     reina la paz..
     está el amor sagrado
     de honra y de deleite rodeado.”

 Los ojos del místico, sus ansias de altísima religiosidad, se embelesan con lo esperado y lo acarician con trémula emoción de  víspera encendida por medio del sortilegio del verbo:

“Inmensa hermosura
 aquí se muestra toda: y resplandece
 clarísima luz pura,
 que  jamás anochece;
 eterna primavera aquí florece.”

 La eterna  primavera lo  llama, pero el espíritu continúa atado a la  carne. El consuelo de la contemplación lo es todo y acalla sus impaciencias por ver a Aquél que rige las estrellas.
La vida, para el contemplativo Fray Luis no es más que una espera, tal vez demasiado  larga, a la puerta de Dios, que únicamente puede ser abierta por la temblorosa llave de la muerte. No hay otro fin en realidad y  todo no es otra cosa aquí que dar vueltas y más  vueltas para entender esa verdad.
Sabe nuestro poeta que no ha sido fácil comprender, descifrar el viejo misterio, pero él está  al fin en el camino correcto y sabe que:

“Veré sin movimiento
en la más alta esfera las moradas
del gozo y del contento,
de oro y luz labradas,
de espíritus dichosos habitadas.”

Convencido de “que las moradas del gozo” lo aguardan, da por bien sufridos sus humanos dolores y contempla las maravillas del Señor, visibles, naturalmente, en sus obras más efímeras, como  somos  nosotros bajo esta forma carnal y cuanto aquí nos rodea, sea la  nube trashumante o el insecto que zumba
sobre la transitoria flor presto a robarle su néctar mientras se embriaga con su perfume. El contemplativo se da a la acción alquímica del canto, pues cree que  éste, plegaria al fin, es un puente colgante para aproximarse a lo eterno:

“Oh son, oh voz! ¡Siquiera
pequeña  parte alguna descendiese
en mi sentido, y fuera
de sí el alma pusiese
y todo en ti, o amor, la convirtiese!”

El son la voz, buscan que una pequeña parte de la esencia inmortal burle su oscura prisión y fuera de ésta  goce del himeneo con la Divinidad desde “ahora” y antes de la llegada del “después”... que desde sus contemplaciones el ser está seguro de alcanzar. Hay una embriaguez del alma contemplativa.
En verdad la contemplación  es una sutilísima borrachera, como si el alma  hubiera, amigablemente, departido en las tabernas del cielo horas  de  festiva emoción con sus iguales.
 Fray Luis de León contempla y cree que lo contemplado lo contempla a su vez  a él y lo escucha. Está seguro de la existencia de una silenciosa comunicación entre el Creador y lo  Creado.
No hay soledad, no hay abandono entre el Señor y sus criaturas.
El contemplador lo sabe, y nos lo comunica de esta manera:

“No hay habla ni lenguaje  tan diverso
 que aquesta voz del cielo no dé oído;
 vuela esta  voz por todo el universo,
su son de  polo a polo ha discurrido.”

Esta gran  confianza del contemplativo, respecto a que su voz es escuchada en todos los rincones  de lo existente es hartamente consoladora, porque lo hace partícipe de todo lo Creado en la  memoria indeleble del Creador. ¿Qué puede, entonces, de lo  humano turbarlo? Nada en absoluto. Y ahí radica la  fuerza extraordinaria de la  mujer o el hombre de encendida  fe religiosa: en el sentirse realmente ser, al margen
de las circunstancias  pasajeras que traen y llevan, por los  más varios  caminos,  nuestras terrenales  vidas... no destinadas a ser  tierra, sino cielo perenne y perenne misterio eternal en el seguro reino del Señor.
Fray  Luis de León cantó y vivió en y para el cielo y  aquí está su poesía, honda y fragante, testimoniándonoslo.

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