domingo, 5 de agosto de 2012

ADICCIÓN


Guardó la tarjeta de visita de la atractiva representante de productos farmacéuticos en la caja de madera de su escritorio y se preparó una copa de whisky pensando que así haría desaparecer su imagen. Si no la recordaba quizás nunca habría existido. Se sentó en el sillón y cerró los ojos, se dejó ir. Se despertó al oír la puerta del despacho y el sobresalto por poco hace que tiré la copa de licor que aún seguía en su mano, apoyada en el brazo del majestuoso asiento que años atrás le había regalado su mujer, la misma que ahora le miraba desde la entrada con cara adormilada.
-Cariño… ¿Cuándo has llegado? No te he oído entrar…
-Hace un rato. Hemos trabajado hasta tarde y estaba tan cansado que me he quedado aquí dormido- mintió en parte.
-Pobre… ¿Vienes a la cama?- preguntó ella con voz amorosa.
-Sí, adelántate tú, ahora voy- contestó él con un tono de voz que intentaba ser lo más cariñoso posible pero que en realidad estaba lleno de culpa.
Vio como su mujer salía de la estancia y entornaba la puerta. Dejó la copa de whisky en el escritorio y no pudo dejar de reparar en la caja de madera. La acercó hacia sí y la abrió. Examinó detenidamente el interior, aún sabiendo perfectamente que contenía el pequeño y antiguo cofre. Su privada colección. Su sucio y oscuro secreto. Decenas de tarjetas de visita muy parecidas a la que apenas una hora antes acababa de meter. Había una de la abogada que llevó el divorcio de su jefe, no recordaba su cara, la de la médica que trató a su madre de cáncer, a la que estaba seguro, que si volviera a ver, no reconocería. La profesora de las gemelas, la niñera, la vecina, la psicóloga de su mujer… Y un sinfín más de nombres impresos en reducidas cartulinas que eran tan insignificantes para él y que en cambio a su mujer podrían hacerle tanto daño.
No sabía porque guardaba aquella caja, tan a la vista, como para recordarle que lo que estaba haciendo estaba mal, tan al alcance de su mujer. Si ésta la abriera, si descubriera su secreto, el resultado podría ser desbastador.
Era seguro que su mujer le abandonaría y ya no podría volver a ver a sus hijas. Pese a saber las consecuencias, volvía a caer, una y otra vez en la trampa. No podía evitarlo. Cada vez que conocía a una mujer sentía el deseo irrefrenable de mantener sexo con ella. Le daba igual el color de su pelo o si era alta, baja, delgada o gruesa. Solo sabía que acabaría acostándose con ella. No sabía que le ocurría, porque él estaba locamente enamorado de su esposa y le encantaba su vida, pero el sexo, era superior a sus fuerzas. Tal vez debería ir a un especialista. A un hombre, para no tentar a la suerte.

AZAHARA OLMEDA

No hay comentarios:

Publicar un comentario