domingo, 23 de agosto de 2015

MIS BROMAS III.


Mi hermana pequeña, que conocía el origen de aquella carta, aceptó gustosa la invitación de la tía Pepa para ir a recoger el merecido premio; aún desconozco como fue capaz de aguantarse la risa mientras ella trataba de que le pagaran aquella merecida cantidad y viendo como los empleados de la sucursal se partían la caja de la risa según iban leyendo el contenido de la misma, puesto que ella, al presentar la carta, hizo, en el mostrador, la siguiente observación:

- Claro, es que llevo muchos años jugando.

Murió sin saber quien le había gastado aquella broma.

Mi segunda gran broma fue algo más impersonal, pero no por ello menos divertida.
En el instituto donde estudié y cuento esto porque no creo que quede nadie vivo de los que sufrieron la burla, construyeron una capilla y luego pretendieron que todas las familias de los alumnos participaran en el pago de aquella ridícula construcción, enorme, a todas luces prepotente é innecesaria, conociendo la cantidad de carencias que tenía aquel centro de estudios, con algunos muy buenos profesores, por cierto.
Al objeto de poder recaudar alguna cantidad que minimizara el coste de aquella construcción, dieron, a cada alumno, un sobre vacío para que la familia introdujera en él la cantidad que buenamente pudiera aportar.
En mi casa éramos tres hermanos los que acudíamos a aquel instituto como alumnos, por lo que nos dieron tres sobres.
En el mío y siendo ya consciente de que aquello era, a todas luces un abuso de autoridad y una vil manipulación que cargaba sobre las conciencias de los creyentes el pago de la capilla, solicité a mi madre que me prestara una perra gorda (moneda de diez céntimos de peseta, una miseria, vamos) y la introduje en el sobre junto a una nota que manuscribí imitando una letra femenino-infantil y que rezaba así:

“Soy una niña muy pobre y en mi casa apenas tenemos dinero para comer, por eso, sólo puedo dar estos céntimos, pero lo hago de corazón y para que la doctrina de Nuestro Señor, pueda seguir expandiéndose.”

Cerré y pegué el sobre concienzudamente y lo deposité en la urna dispuesta a tal efecto para que todo fuera anónimo.
Cual no sería mi sorpresa al escuchar, en la inauguración de aquella monstruosidad de edifico anejo al instituto, al sacerdote alabar el espíritu cristiano de aquella joven y leer, emocionado, el texto que encontró dentro del sobre con la perra gorda.
Todavía no entiendo como mis hermanos y yo pudimos aguantar sin que nos delatara la risa.

Julio G. del Río -Valencia-

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