Al lloverse en sus arterias
la ciudad nos oxida la esperanza.
Nos entrampa los sentidos
al pintarse de arco iris.
Y cuando llega la noche
la ciudad se olvida
por completo de nosotros:
luminosos anuncios
en azoteas de altos edificios
quebrantan su memoria.
Solo nos deja la sangre presurosa
que en alucinadas caricias desplegamos
en el rincón de alguna calle oscura
a riesgo de interrumpirse con violencia
por el potente faro amarillo de patrullas.
RUBÉN HERNÁNDEZ HERNÁNDEZ
Publicado en Ágora 15
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